Éxito del funeral laico, homenaje de estado o como quiera llamarse, por las víctimas de la pandemia. Un ritual zen, geométrico, horizontal, alrededor de una llama votiva y envuelto en un silencio democrático, pespunteado apenas por unos pocos breves discursos representativos. Una corona de rosas blancas ofrendadas por los figurantes alrededor de la llama rinde honores al misterio de la muerte, a la que oímos silbar tan cerca. La novedad de la liturgia creaba una atmósfera más sobria que solemne, en la que ningún figurante quería salirse de su papel, sin dejar de estar ahí. Un funeral insólito para una situación insólita. La clave radica en que la ceremonia evoque mucho y signifique poco, como el himno nacional, que no tiene letra. Los obispos han quedado fuera con el barroquismo de sus ceremoniales y la pesada jerarquía de sus significantes. También han quedado fuera los voxianos, vociferando al otro lado de la empalizada del fuerte para que se vea lo que son: vestigio de un país no solo pre democrático si no también pre cívico.   

Éxito del gobierno de don Sánchez, singularmente de su mayoría del pesoe. Es curiosa la misión histórica de los socialistas en este tiempo. No consiguen transformar la estructura del país pero, poco a poco, muy poco a poco, moldean su superestructura civil mediante reformas parciales: el divorcio, el matrimonio homosexual y ahora, el funeral laico. Cada uno de estos pasos, que desacralizan y civilizan la sociedad,  es brevemente contestado por la derecha, que de inmediato se beneficia también de sus frutos. El trabajo de los socialistas es convertir un castillo medieval en un resort para la clase media respetando las vigas maestras y los sillares de carga. Eso es el progreso.

Éxito del rey, para el que el funeral ha significado una resurrección de entre los muertos. Hay pocas dudas de que don Felipe salvará el negocio familiar del marrón en que lo ha metido su emérito padre. ¿Alguien se imagina un acto como el de hoy sin un rey? Quizá si los liberales decimonónicos y los republicanos del siglo pasado hubieran hecho su trabajo a tiempo, pero hicieron lo que pudieron entonces, como los socialistas ahora. Y aquí salta otro rasgo del funeral: su equívoca fragilidad. Ya tenemos un precedente y un formato para futuras ocasiones, que vendrán. Nada dura tanto como la improvisación.

Y éxito, por último, de José Luis (Martínez Almeida), que ha estrenado mascarilla personalizada. La mascarilla negra de tela es ya la prenda emblemática del año de la peste. Empiezan a verse en la calle pero en el acto de esta mañana eran uniforme. El negro es señal de sobriedad y respeto, reconocible por vivos y muertos, y la tela indica permanencia, estabilidad. La mascarilla de usar y tirar, tejido poroso y azul desvaído, a noventa céntimos la pieza en la farmacia de la esquina, la que llevaba don Iglesias, se ve como de uso menestral, de gente que lleva la situación con fastidio y quisiera tener esperanza, sin conseguirlo.  La mascarilla negra es el traje de gala de la pandemia. La derecha ha percibido de inmediato esta nueva función de la moda y ornamenta la pieza de tela con banderitas y emblemas. El alcalde de Madrid exhibe en la suya una pincelada rojigualda y su nombre grabado o bordado: José Luis. Es un hábito de nuestras clases medias, grabar con tu nombre los objetos de uso, privatizarlos, distinguirlos, arrancarlos de su vulgaridad identificándolos con su propietario: cubiertos y vajillas de mesa, petacas y cigarreras, camisas y pañuelos, gemelos y pasadores de corbata, y ahora, mira qué bien, mascarillas profilácticas.  Ser de clase media significa una batalla existencial titánica para no ser relegado al barro del que se proviene y al que la pandemia amenaza con llevarnos a todos. José Luis tiene una mascarilla personalizada. Ah, es que es el alcalde del Madrid. Un respeto.