Mendillorri (monte de espinos, en vascuence) fue en nuestra infancia una colina en la que se levantaba como una fortaleza el depósito de aguas de la ciudad; lugar ignoto y atractivo para excursiones de la chavalería del ensanche. Hace treinta y tantos años se convirtió en el solar para la primera colonia de viviendas levantada por el recién estrenado gobierno socialista regional, inspirada en las que había construido la socialdemocracia alemana ocho décadas atrás, en los años veinte. Los diseñadores urbanísticos se quedaron cortos en las previsiones de utillaje del vecindario: dieron a cada vivienda familiar una plaza de garaje pero no supieron ver que llegarían a poseer dos y tres vehículos. Hoy, Mendillorri es un barrio densificado de lo que llamamos a bulto clase media, con colegio público y centro de salud, un tejido comercial escaso y básico, una alta tasa de población juvenil y una vida vecinal exigua y voluntariosa. A pesar de la ambición regeneracionista de sus promotores, el lugar ha quedado como una de esas compactas ciudades dormitorio que constituyen el santo y seña del urbanismo nacional.

De repente, el barrio se ha afamado por un rebrote de coronavirus provocado por las actividades lúdicas de los jóvenes. La cuadrilla, la unidad básica de socialización juvenil en esta parte del mundo, volvió a sus gregarias rutinas apenas se decretó el fin del confinamiento. El suceso ha dado ocasión a una inevitable confrontación de intereses generacionales. Los viejos miran a los jóvenes con resentimiento y desconfianza. Los jóvenes protestan porque no quieren ser criminalizados (por adjetivos rimbombantes que no quede). Ahora, el barrio está simplemente desierto, bajo el ominoso estado de la fase 2, un término de jerga que parece de ciencia ficción, y la sanidad pública se empeña en hacer pruebas de contagio a dos mil quinientos jóvenes, todos sospechosos.

La pandemia juega con la economía, la sociología y el urbanismo. El virus es tan rápido en sus movimientos, letal en sus dianas y arbitrario en sus designios que, antes de aniquilarnos, arrasa las certezas que necesitamos para navegar por la realidad. Es la materialización del aforismo griego: a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco. Al principio se creyó que el virus afectaba solo a los viejos y los jóvenes hicieron alarde de ignorancia y despreocupación; ahora, los jóvenes y sus juegos son criminalizados. Esta tensión generacional es tan antigua como la humanidad; de hecho, puede considerarse el verdadero motor de la historia. Los jóvenes deberían pensar sobre un par de cuestiones antes de sentirse víctimas inocentes del sistema. Una, que, con pandemia o sin ella, los viejos están de salida, y esa es una buena noticia para los jóvenes.

Y dos, que las pruebas de contagio, el confinamiento y la prohibición de encuentros festivos pueden ser el rito de paso de esta generación. Antes, las liturgias por las que el joven pasaba a la condición de adulto tenían lugar fuera de la empalizada del poblado, y el neófito debía alejarse e internarse en la selva y en la noche para hacer valer su condición de superviviente. Ahora, en tiempos de turismo masivo, viajes low cost, alquileres altos y entradas y salidas constantes en la casa familiar, el rito se celebra en el interior del hogar, empuñando la play o el iphone. Es el tiempo del teletrabajo y las redes sociales, con los individuos confinados en sus celdillas habitacionales y productivas. Y una observación adicional: esta crisis vírica es de chicha y nabo en términos de mortandad y riesgo social, si se compara con cualquiera otra (sanitaria, bélica, económica, etcétera) que hayan pasado las generaciones anteriores.  Así que ánimo, dorada juventud, porque cuando se hayan convertido en abuelos cebolleta siempre podrán alardear de que sobrevivieron a la covid19.