En estos días de borbor borbónico, las teles que emiten información opinada convocan a expertos en la cosa para que aporten su competente criterio. El resultado es un álbum de cromos parlantes con su pizca de sabiduría, que los convocados depositan como una ramita en el nido de la opinión pública. Ahí aparece R. El formato de videoconferencia desde el domicilio particular, definitivamente introducido por el confinamiento de la peste para estas conexiones instantáneas, deforma el mensaje y al mensajero. La cara abotagada, los ojos desorbitados, los labios boqueantes como de pez fuera el agua, los colores desleídos, el fondo irregular, transmiten la impresión de que el interviniente está pidiendo auxilio más que desarrollando un argumento. En el caso de R. la impresión es bastante exacta. Afirma que le ha llamado el rey emérito, que este se siente maltratado y quiere que se conozca su verdad. La monarquía se hunde, traidores, bastardos, parece ser el mensaje, que dura un plis plás y a otra cosa. Me conmovió la desesperación de R. que parecía llorar más por sí mismo que por el rey esfumado.
Conocí a R. a finales de los setenta en el pub Santa Bárbara de Madrid cuando las noches eran vagas y promisorias y quien esto escribe, un aprendiz de periodista con la boca abierta y las manos en las bolsillos. En noches sucesivas recorrimos con otros los abrevaderos de aquel circuito, Boccacio, el Gijón, Oliver, como Marcello Mastroianni en La dolce vita. Una noche, Cristina Almeida se empeñó en echar un vistazo al ombligo de los hombres de la cuadrilla después de mostrar el suyo; los demás se levantaron la camisa pero el aprendiz se negó alegando que era de Pamplona, lo a que todos les pareció razonable. R. ya era un periodista de vitola, bien plantado, y saludaba bastante en aquellos antros; venía del vespertino Pueblo de Emilio Romero, quizá el criadero periodístico más fértil de la transición, y proporcionó al aprendiz que le acompañaba la oportunidad de colocar algunas piezas de periodismo recreativo y sin embargo pagado. Escribes bien, decía el maestro, que fue generoso con el aprendiz.
R. era comunista, había muchos comunistas entonces por aquellos lares, partido que el aprendiz admiraba, y aún admira, por el heroísmo de su lucha antifranquista. Un día, el maestro contó al aprendiz que el partido quería que se escribiera su historia para romper el muro de prejuicios que la dictadura había levantado contra él; le habían encargado el proyecto e invitaba al aprendiz a sumarse a él. Estupendo. A tal fin, maestro y aprendiz acudieron a una comida con Federico Melchor y Armando López Salinas (los más jóvenes pueden consultar la wikipedia) en la que no se habló para nada de lo que les había reunido. Melchor y Salinas mantuvieron una conversación entrecortada sobre asuntos ignotos y los otros dos esperaron en vano, mudos. El aprendiz se distrajo pensando que a la mesa se sentaban cuatro generaciones de antifascistas españoles, lo que resultaba exultante entonces y da un poco de vergüenza confesarlo ahora.
El proyecto de la historia de pecé quedó en el olvido y la historia del país, la de verdad, siguió su curso dando trompicones y cada uno fuimos a lo que nos tocaba. R. ingresó en el parnaso del periodismo de la corte al que estaba predestinado. En cierto momento, heredó la columna de Francisco Umbral, aunque no su sitial literario, en el periódico dizque liberal al modo reaccionario de los liberales del país, e inevitablemente terminó, al parecer, en confidente del rey campechano, diluido en ese magma festivo y autocomplaciente que los jóvenes llaman ahora el régimen del 78 y que básicamente fue un juego de ruleta en el que unos pocos participaban con muchas más fichas que la mayoría de los jugadores. El vagido de R. en la tele impresionaba como una psicofonía de ultratumba, y tanto más si se advierte que la oscuridad de la que procede es la de tu época y circunstancia. De la fraternidad con los parias de la tierra a la complicidad con el rey volador. Joder, ¿quién dice que la historia es un relato lineal?