La tradición humanista condena la destrucción de libros. Esta condena está largamente ilustrada en imágenes de frailes fanáticos y nazis enloquecidos alrededor de una hoguera en la que sobrevuelan las pavesas del saber humano. El eco del espanto que produce esta escena encuentra acogida en la misma literatura, que lucha por preservarse, desde el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo (capítulo VI de la primera parte de El Quijote) hasta la lúgubre distopía de los bomberos inversos que encontramos en Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Es, pues, una condena sumaria, absoluta, pero créanme, valdría la pena revisar las razones del libricida porque admiten muchos matices. Un investigador minucioso empezaría por la pregunta, ¿en qué momento y por qué razón sintió usted que los libros eran sus enemigos? Las iglesias cristianas de las que salieron los fanáticos y la cultura alemana que crió a los nazis están soportadas por bibliotecas interminables, sin las cuales esos vástagos perversos no tendrían existencia real, así que es una pregunta difícil. Déjese de inquisidores y de nazis, replica el investigador, porque se lo pregunto a usted: ¿en qué momento y por qué razón sintió usted que los libros eran sus enemigos?

Sí, recuerdo ahora que un colega suyo, Pepe Carvalho, también quemaba libros, los arrojaba al fuego de la chimenea en su masía, pero lo hacía de uno en uno, al albur de las exigencias del relato y por razones digamos de imperativo histórico. Era una acción llamativa, si no escandalosa, en un tiempo en que el progreso humanista estaba en boga entre la clase media. Claro que entiendo que aquel delito, si lo era, es muy diferente al que usted investiga ahora. Era una especie de ritual punitivo destinado a desbrozar los obstáculos de la recta senda de la humanidad hacia el progreso. No sé como un simple detective se podía arrogar tamaña misión.

Céntrese en lo que estamos y responda a la pregunta. Por última vez: ¿en qué momento y por qué razón sintió usted que los libros eran sus enemigos? Es difícil decirlo, quizá tenga que ver con la supervivencia. Explíquese. Sí, he vivido gran parte de mi vida arropado por mi biblioteca; de hecho, la considero mi principal conquista personal. La lectura me ha deparado experiencias reales de bienestar que ningún otro factor de mi entorno, sea persona, animal o cosa, me ha dado. Hasta hace poco era capaz de identificar en mí el impulso y el afecto que me llevó a adquirir y a leer tal o cual libro, aunque ya no recordara su contenido porque su presencia a mi lado data de tres o cuatro décadas atrás, pero eran parte de mi experiencia existencial, parte de mi adeene. Algunos ni siquiera los he leído; están ahí, en el anaquel, esperando, pero sé, o sabía, por qué están ahí, y eso les hacía significativos, aunque fueran mudos, que nunca lo son del todo ¿sabe? Ahora que lo pienso, la biblioteca era mi memoria externa, pero, al contrario que internet, que sirve a todos, esta memoria era solo mía. Y la voy perdiendo, como la otra memoria, la que llevamos de fábrica en la caja craneal.

Veo que habla en pasado, observa el investigador. Sí, en un momento dado esos lazos afectivos que has venido manteniendo con los testigos de tu memoria desaparecen o mutan hacia el desafecto; miras al libro y te preguntas, ¿y tú qué haces aquí? Y entonces se hacen evidentes los defectos físicos y sentimentales que hasta ese momento eran invisibles: el polvo acumulado en el papel, la obsolescencia del autor, la vulgaridad del contenido, la pésima traducción, lo pasado del tema, incluso la posible asociación con un periodo de tu vida que querrías olvidar. En ese momento empiezas a darte argumentos para deshacerte de ellos, que si ya no hay sitio para tanto libro, que si ya están en internet, que quién va quererlos cuando yo no esté, etcétera. No crea, este desafecto es característico de los viejos y lo aplicamos, no solo a los libros y otros objetos de uso personal sino a las personas y a los lugares con los que hemos conservado algún grado de pertenencia. Podría decirse que es la otra cara del síndrome del faraón; a este lo enterraban con todas las pertenencias que tuvo en vida pero el urbanita moderno, que no cree en la ultratumba y sabe que morirá solo, encuentra un raro placer en matar él primero, aunque sean libros.

Y es entonces cuando se deshace de ellos, apostilla el investigador. No tan deprisa, si me  deshiciera de todos, yo también moriría. En realidad el proceso está guiado por el autoengaño, como todo lo que hacemos en la vida. Se seleccionan algunos libros para su extinción y se salvan otros. El criterio de selección es irracional pero contundente e inapelable. Las destrucciones masivas, desde la Biblia, que es el libro inspirador del caos en que vivimos, están justificadas porque siempre se salvan unos pocos justos. ¿Sabe qué significan esos individuos salvados de la mortandad? Significan la esperanza, un futuro mejor, una vida nueva, y, aunque resulte increíble, el viejo que diezma su biblioteca lo hace porque cree que aún le queda un tramo promisorio de vida e invita a sus compañeros de viaje que quedan en su biblioteca a compartirlo con él. El crimen queda absuelto por el futuro; es la esperanza de todo criminal.

Entiendo, avanza el investigador, pero ¿cómo decide qué libros serán los hundidos y cuáles los salvados? Ajá, le he pillado la referencia. Ciertamente, la selección sigue una pauta, aunque sea inconsciente. Título a título, me sería imposible explicar qué libros se quedan en el anaquel y cuales han de ir a donde sea que vayan. Pero todo lo que acontece en el mundo real tiene que ver con la división de clases. El erudito George Steiner, que murió hace seis meses, le sonará, era muy exquisito y pomposo en este negocio de la letra impresa y en alguna ocasión le leí que solo podían considerarse libros los ejemplares de tapa dura y confección material robusta. Esta distinción niega el estatus de libro a la vastísima producción en tapa blanda, que no solo es la mayoritaria en nuestro ámbito cultural sino que, por razones económicas y prácticas, significa el ochenta por ciento o más de las bibliotecas privadas recientes, como la mía. No podía deshacerme de tanta cantidad de libros sin quedar huérfano yo mismo. Pero sí, algo de razón tenía Steiner, pues aunque he condenado a un cierto número de novelas en tapa dura, de  Bohumil Hrabal, John Berger, Jack Kerouac, Knut Hansum, de la época en que era socio del Círculo de Lectores, la mayor parte de los sacrificados son en paper back. Y le diré algo más, para satisfacción de Steiner y quizá de usted mismo: he salvado la Enciclopedia Británica. Borre esa sonrisa que le ha inundado la cara. Sí, he salvado ese armatoste inservible como una máquina de escribir, porque de alguna manera oculta en sus páginas los sueños que resultaron irrealizables; es el testigo de mi impostura, como ese liguero y las bragas de encaje que se encuentran en el cajón de la mesita de noche de un viejo gay que no ha salido del armario.

Discúlpeme, no es mi misión ofender sus sentimientos, ataja el investigador sin perder la sonrisa, sigamos con el relato de los hechos. Bueno, hay poco más que contar. En cierto momento, se apodera de ti un frenesí que te empuja a terminar cuanto antes. El proceso tiene una parte intelectual, vamos a llamarla de este modo, que es la selección de los libros condenados, en la que no puedes evitar verte asaltado por dudas y sentimientos contradictorios. Si te dejas atrapar por ellos, no solo se demora el objetivo sino que es posible que no llegues a alcanzarlo, así que te centras en la parte mecánica del procedimiento, que consiste en la estiba de los libros de distintos tamaños en cajas de cartón. A medida que se progresa en esta parte mecánica de la operación, un júbilo insensato viene a sustituir el ánimo dubitativo y culpable con que iniciaste el proceso. Créame si le digo que te ves envuelto en una especie de paz interior cuando contemplas las cajas selladas con cinta adhesiva a la espera de su destino.

 ¿La hoguera? Ja, ja, es usted muy melodramático para ser investigador. Usted ya sabe que no se pueden encender fuegos a tontas y a locas y menos en verano. ¿Se imagina el botín que habrían de llevarse las teles veraniegas si además de pirómano te lo haces con libros? En realidad, en este punto empieza un problema logístico muy serio. La logística, como sabe, es uno de los quebraderos de cabeza de la economía actual. En teoría, hay diversos depósitos habilitados para acoger estos libros, igual que los hay para toda clase de desechos, sean personas, animales o cosas. Pero los libros están rodeados de un aura reverencial a causa de la mitología humanista de la que hablábamos al principio, que lejos de facilitar el proceso lo dificulta. Los escrúpulos que se crean en este negocio ponen al propietario de una biblioteca en la misma tesitura del cura que debe tragar a puñados las hostias consagradas sobrantes de la misa porque no se pueden echar a ningún otro contenedor.

¿Podría ir al grano? Sí, básicamente, las alternativas para los libros son tres: donarlos a las bibliotecas públicas, comerciar a precio cero con las librerías de segunda mano o llevarlos a esos charity shops gestionados por alguna organización humanitaria donde se encuentra ropa y enseres de ocasión y eventualmente libros. Pero las tres salidas están obturadas por el hecho de que hay libros por todas partes que a nadie le interesan y en consecuencia la respuesta inicial es renuente cuando no de claro rechazo. Las bibliotecas públicas se niegan a aceptar el material porque no tienen personal para catalogarlo; las librerías de segunda mano quieren seleccionar la mercancía para adecuarla a su clientela, y en cuanto a las organizaciones caritativas, ya han descubierto que el único efecto de los libros en sus almacenes es que les quitan sitio.

Por lo que entiendo, le quedaría una cuarta opción, sugiere el investigador, que ya no sabe a qué dedicar la sonrisa perenne en la cara. Sé en qué está pensando: el contenedor municipal de papel y cartón, que está a la puerta de casa. El investigador asiente con un movimiento de cejas. Pero esa opción tiene una contraindicación técnica que es a la vez moral. No se pueden arrojar más que unos pocos ejemplares cada vez, lo que prolonga el sufrimiento de la selección. Cada día, anaquel por anaquel, has de decidir qué título será condenado y cuál absuelto, bajar a la calle y, tan discretamente como te sea posible, llevar a cabo la ejecución. La discreción es clave y ha de hacerse con nocturnidad porque la acción, como llevamos repetido en estas confesiones, es universalmente reprobable y le contaré que, en cierta remota ocasión en que me deshacía por este procedimiento de apenas una docena de libritos de Fernando Savater, Félix de Azúa y Aurelio Arteta, salió de las sombras un mendigo de los que rebuscan en la basura y me interpeló con fiereza: ¿qué hace usted? Me quedé mudo, con los libros en las manos, que empezaban a temblar. El mendigo me los arrebató, los echó al zurrón que llevaba colgado del hombro y sin dejar de mirarme, sentenció: ¡los libros no se tiran a la basura!

La historieta tiene la virtud de ahuyentar la sonrisa de la cara del investigador, que empieza a mirarme con una expresión yo diría que conmiserativa.  Entonces, pregunta por fin, ¿dónde están los libros de los que se ha deshecho? No tengo fuerzas para decírselo y le hago un gesto con la cabeza que señala la habitación paredaña al gabinete de trabajo y biblioteca en la que tiene lugar el interrogatorio. El investigador se levanta y sale a la habitación contigua; la sorpresa le hace volver de inmediato. ¿Están en esas cajas cerradas que hay ahí? De nuevo me falla la voz y asiento con la cabeza. ¿Entonces?, pregunta al cabo de un silencio que parece eterno. Entonces… les oigo a todas horas agitarse, discutir entre ellos, maldecirme, algunos lloran, no me dejan trabajar, ni dormir, ni ver tranquilo las series de Netflix y tengo miedo a que si siguen ahí cuando quiera vender la casa me obliguen a rebajar el precio. Malditos libros.

Agradecimiento: Esta fábula ha sido urdida con hechos reales pero resultaría injusta si el autor no agradeciera a la librería Re-Read de esta ciudad que se haya hecho cargo de su excedente libresco.