El libertarismo de la derecha, el trumpismo, para entendernos, o entre nosotros el aznarismo, da por supuesta la liquidación de la sociedad y deja a los individuos al albur de sus habilidades y oportunidades privativas para montárselo como quieran o puedan. La doctrina viene de lejos, de cuando la señora Thatcher proclamó que la sociedad no existe y la consigna encontró un eco entusiasta en todo el mundo occidental. Fueron los buenos tiempos de la inteligencia emocional, los emprendedores, los inventos geniales en el garaje de casa y, entre nosotros, de los pelotazos inmobiliarios y financieros y la pandemia de corrupción por todas las administraciones públicas mientras soñábamos con la libertad de conducir borrachos por la autopista, como defendió don Aznar en un cónclave de bodegueros.
Por supuesto, la sociedad no se extinguió, pero sí se fracturó, hordas, cofradías, cuadrillas, tribus, según afinidades identitarias enfrentadas para que se reconozca su existencia porque más allá de este nexo básico no hay nada. La globalización neoliberal describe una pirámide social característica. En la cúspide habita la minoría dominante, internacional, cohesionada por principios compartidos rentables para sus intereses, segura y satisfecha, cuyos juegos privados generan auténticos cataclismos en la base (véanse los afanes financieros del rey emérito) sin que por ahora amenacen la estabilidad de la pirámide; en la zona intermedia encontramos a la clase política, atada a las premisas de la cúspide, a cuyo concurso o tolerancia debe la posición que ocupa, e incapaz de responder a las necesidades de quienes les han elegido ni de poner orden en su agitación.
Y, por último, la base de la pirámide, fragmentada, desnortada e inquieta, y dispuesta a alcanzar hasta donde pueda las ventajas que el sistema ha prometido y gozar del único espacio de libertad que les ha dejado, por ejemplo, emborracharse con los amigos. Así lo han entendido quienes han estampado un mensaje a la puerta de la casa familiar de la presidenta de la remota provincia subpirenaica con una expresiva demanda: Abrid los putos cuartos, primer aviso, y al día siguiente, por si no hubiera quedado claro, María, segundo aviso. La libertad trumpista son los avisos nocturnos y amenazadores de una variante local del kukuxklan.
Los cuartos a los que se refiere la amenaza y que algunos periodistas condescendientes llaman locales para jóvenes son tabucos donde se reúnen las cuadrillas básicamente para beber y que durante este verano de la fiesta-no-fiesta fueron el principal foco de contagio en un territorio que, a pesar de sus condiciones sanitarias y urbanas favorables, alcanzó cifras estratosféricas de incidencia de la pandemia. La covid19 ha irrumpido en este paraíso, ha cuestionado el contrato social que, como dicen los cursis, nos habíamos dado y ha desvelado que la sociedad sí existe, y que todos tenemos en común el virus como rasgo fraterno, al que solo podemos responder mediante disciplina social, sistema sanitario fuerte y ciencia, es decir, más estado. El penoso debate entre economía (para unos pocos) y salud (para todos) se cuenta por miles de muertos. Entretanto, abrid los putos cuartos, claman los libertarios.