El bromuro es una pócima que, según creencia de nuestra remota juventud, vertían en la sopa de internados y cuarteles para aplacar los ardores de la entrepierna en pupilos y reclutas. Nunca hemos tenido evidencia empírica de esta práctica ni de sus efectos pero lo cierto es que era un tópico conversacional que despertaba curiosidad, preocupación o divertimento, según los casos. Ahora resulta que también echaban bromuro en el menú haute cuisine de nuestro bienamado rey emérito, según atestigua su compañera de afectos y negocios doña Corinna Larsen a su confesor espiritual, el tal Villarejo. Doña Corinna llama al tósigo de manera más fina, hormonas femeninas, pero, lo que quieran que sean el bromuro o las hormonas, el propósito es el mismo: dejar sin fuerzas al bravo rey. Lo último que le faltaba a la corte borbónica es la aparición en escena de prácticas de la familia Borgia. A medida que pasa el tiempo sin que el estado de derecho, como le decimos, imponga la racionalidad de su ley, la vida y milagros de don Juan Carlos adquieren tintes de leyenda. Antes se hará una serie de televisión con sus andanzas que justicia con sus actos.
El rey pescador es un personaje legendario de las novelas artúricas, que custodiaba el santo grial. Aquí tenemos el rey conseguidor, que no es una leyenda, qué más quisiéramos, sino un tipo perfectamente real, en la doble acepción del adjetivo, también encargado de custodiar el santo grial de la unidad de la patria y dotado de prodigiosas facultades para multiplicar el dinero y extender su estirpe a troche y moche. Un tipo incansable en sus afanes, al que sus aduladores no pueden seguir y, trastocada la admiración por el resentimiento, le echan polvos mágicos en la sopa para dejarle sin fuerzas. Nuestro rey conseguidor viaja a tierras ignotas, donde gobiernan reyezuelos cleptócratas, y regresa cargado de trofeos de caza y maletines llenos de billetes de banco. Guarda en paraísos perdidos en medio del océano tesoros que seres fantasmales acrecientan sin tregua y, tras estos trabajos, descansa en un hotel de las mil y una noches, bajo las estrellas del desierto y las caricias de las huríes.
El rey conseguidor tuvo una infancia marcada por el resentimiento y la incertidumbre. Lejos del reino del que había sido expulsada su familia, asistía al desasosiego de su padre y a sus estériles maniobras para recuperar el trono, hasta que, como corresponde a la lógica de un cuento popular, el enviado de dios que ocupaba el trono usurpado, le reclamó a su lado. Fue un contrato medieval, como corresponde al ánimo de los gobernantes de España en la época: el joven príncipe volvió a la corte en calidad de rehén para atajar las ambiciones de su padre con la trémula promesa de que heredaría el trono. Fueron años largos y duros, que fortalecieron el carácter del príncipe y lo hicieron más resolutivo, más taimado, más avezado para discernir los riesgos y las oportunidades. Para su sorpresa, el mismo pueblo que había expulsado a su abuelo le recibió con alborozo y la esperanza de quien sale de una película en blanco y negro a otra en technicolor. Por lo demás, comprobó que, por el módico precio de unas pocas apariciones en público para recibir aplausos gratuitos, podía hacer lo que le daba la gana: los magnates le llenaban los bolsillos, las mujeres se metían complacidas en su cama, la policía velaba por sus correrías, el gobierno sufragaba sus estropicios y los aplausos del pueblo no cesaban. La lógica de esta simbiosis era irrefutable: si el pueblo y el gobierno son felices ¿por qué no habría de serlo yo?, se decía el rey conseguidor. Hasta que algo pasó, pero eso lo contará Scherezade o Corinna o quien sea en otro capítulo.