El congreso de los diputados convalida la declaración de un segundo estado de alarma. Fue el pasado mes de octubre y la medida durará hasta mayo. La oposición es la prevista pero sin los aspavientos y graznidos que acompañaron a la primera declaración. Todo el mundo le ha tomado la medida a la pandemia y nadie quiere hacer política con el virus. Don Sánchez encarga la argumentación del decreto a su ministro del ramo, el cachazudo don Illa, mientras él escucha desde el banco azul. Terminado el turno del ministro, el presidente del gobierno se levanta urgido por más altos destinos y desaparece por uno de los vomitorios del circo donde se celebran los ritos de la soberanía popular. La imagen que deja en la memoria de los testigos es una espalda alta y cuadrada, de jugador de baloncesto o, si se quiere, de tallo al que no abate el temporal, que desaparece en la niebla de su misión como Moisés desapareció en las nieblas del Sinaí, hasta que un nuevo acontecimiento prodigioso lo vuelva a hacer visible. La oposición se encorajina más por esta fuga que juzga desdeñosa que por el contenido mismo del debate. La ausencia del presidente convierte su alegato en materia prescindible y a quien lo pronuncia en voz olvidable. De la respuesta, si se requiere, se encargará el ministro subalterno.
Lo que distingue la leyenda de la historia es que en la primera el héroe emerge de los hechos en los que se ve envuelto. Nada sabemos de las dimensiones reales de la guerra de Troya ni de sus efectos pero cualquiera recuerda los héroes que la protagonizaron: Héctor, Aquiles, Helena, Ulises, etcétera. Este modo de percepción de la realidad, como representación de la acción del héroe, es congénito al cerebro humano, que siente una instintiva pereza por los detalles menudos, las estadísticas y demás elementos que quieren explicar la realidad. La construcción de héroes ha sido oficio tradicional de cronistas y escritores, pero ahora también están en el negocio asesores políticos y publicistas. La corte que rodea a don Sánchez está entregada a hacer de él un césar en la línea, para decirlo con un ejemplo cercano, de don Felipe González.
A esta tarea contribuyen, bien que su pesar, tanto la oposición como su socio de gobierno. La primera porque no encuentra el fulcro, o talón de Aquiles, por decirlo en términos míticos, para derribarlo. El segundo porque ha de consumir muchas energías para salir de la sombra que proyecta al figura del héroe. En los dos casos, las protestas de los agraviados se revelan inanes y contraproducentes para sus intereses porque evidencian su propia debilidad. La última, la reclamación de don Iglesias porque el presidente quería privatizar para sí el reparto del maná financiero que viene de Europa y habrá de alimentar al pueblo perdido en el desierto de la crisis económica. En ocasiones, el césar hace un gesto concesivo hacia los agraviados, sin trascendencia alguna, como cuando aceptó verse con doña Ayuso ante un grotesco friso de banderas o ahora, cuando ha aceptado a don Iglesias que será todo el gobierno el que participe en la gestión de los fondos europeos. El cesarismo tiene una componente ceremonial en la que se muestra en escena a los reyes menores, ya sean federados, vasallos o cautivos.
P.S. El único que no parece entender el destino de don Sánchez es el propio Felipe González, o quizá sí lo entiende y teme que su heredero sea más recordado que él mismo. Teme al hijo que ha de matar al padre, el vástago que condenará al olvido su legado.