La monarquía es una ficción interpretada por actores muy buenos y muy competentes en lo suyo, que se baten a brazo partido por mantener en cartel la función, como un divo de ópera o una estrella de cine harían para no ser desalojados del reparto. La monarquía inspira los cuentos infantiles, que están poblados de reyes y princesas, y dan entretenimiento a los públicos adultos, y como todos los espectáculos nacionales, distraen al común de una realidad que sin su presencia sería aciaga e insoportable. La monarquía es también un arte arcaico, medievalizante, cuyo desempeño es competencia familiar y cuyos roles se transmiten de padres a hijos, de una generación a otra, por vía sanguínea. En la medida de que su trabajo cotidiano consiste en no hacer nada y no pueden mezclarse con otros estamentos sociales, estas compañías de teatro forman un mundo endogámico, de rutinas repetitivas y placeres tediosos, con la única preocupación de mantener su estatus en el parque de atracciones global.
Nada irrita más a un humorista que un advenedizo que se cree gracioso cuente un chiste en una reunión social: los chistes los cuenta el profesional. Y he aquí que una serie de televisión pretende representar a la familia real que representa todos los días a la familia real. El gobierno de Boris Johnson ha exigido que se advierta al público que la serie es ficción. La plataforma que emite The Crown se ha negado a estampar la advertencia con toda razón. ¿Cómo distinguir la ficción televisiva de la representación cotidiana de Isabel II y su divertida familia? Lo que el espectador ve en la pantalla es lo que sabe de la realeza británica porque lo ha leído durante años en periódicos y libros, y en beneficio del espectáculo acepta algunas licencias de guión como acepta que los reales actores sean interpretados por actores reales. La impostura de una impostura es la verdad igual que dos negaciones constituyen una afirmación.
Dícese que el malestar de la familia real británica con la serie se ha manifestado a raíz de que entrara en escena la famosa lady Di, otra comedianta de primer nivel, que impuso un arte interpretativo mucho más seductor para el público que el engolado y gélido estilo de la familia Windsor, gracias a lo cual la popularidad de la compañía real aumentó exponencialmente, a costa de que la meritoria recién llegada se adueñara del escenario y de las emociones de la plebe, que eran patrimonio de la primera actriz. El desdichado final de la dama joven, con su toque de tragedia y todo, permitió que la compañía volviera al viejo y mortecino repertorio, pero ya nada fue igual, ni la actitud del público, ni el orden interno de la familia, ni quién sabe si el futuro de este real teatro. Por mucho menos han caído algunas monarquías.
El mantenimiento de un tinglado medieval a estas alturas exige un esfuerzo titánico, no siempre recompensado por las circunstancias. El fin del negocio es una preocupación constante en sus titulares porque no pueden reconvertirse en otra empresa de valor equivalente. Si la compañía es rica, sus miembros pueden dedicarse a cultivar las petunias de los inabarcables jardines de sus propiedades, pero si no lo es, o no lo suficiente, alguien, preferentemente el patriarca, ha de afanarse en el acopio de fondos para lo que pueda traer el futuro porque cualquier día se acaba la Edad Media. Por fortuna, en el mundo real (de la realeza) el dinero fluye en cantidad y quien extiende la mano lo recibe sin contrapartida alguna. Luego, no tiene más que buscar alguna isla paradisíaca donde cavar un hoyo y enterrar el cofre con ayuda de algún emprendedor con patente de corso de los que abundan en la corte y aquí paz y después gloria. Por lo que creemos saber, nuestro bienamado rey emérito ha pasado buena parte de su reinado en estos quehaceres. El dinero negro es a nuestra monarquía lo que Diana de Gales a la monarquía inglesa: una perturbación que viene de fuera del palacio/teatro y altera el ensimismamiento del relato monárquico. Por cierto, dícese que el dinero de don Juan Carlos y el desparpajo de lady Di tuvieron un encuentro circunstancial cuando el primero entregó a la segunda una pasta para hacer frente al chantaje de unas fotos y todo eso. Felipe VI y Carlos de Inglaterra, vidas paralelas, quién iba a decirlo.
Doy fe de la fascinación del pueblo llano por las testas coronadas y familiares. Trabajé y viví en París a cinco minutos del puente donde Lady Di sufrió el accidente mortal que, valga la tontería, la inmortalizó definitivamente. La orilla derecha del Pont de l’Alma recordaba el hecho y recibía más visitas que el Louvre, cada día se renovaban los ramos anónimos de flores y vi llorar , de pie, frente al Sena, a algún platónico amante de la celebridad
Hola, gracias por tu comentario. Algunos, como quien esto escribe, estamos incapacitados para comprender las oleadas de sentimentalismo que ciertos personajes despiertan en el buen pueblo. Es lo que ahora la iglesia católica llama «santo súbito». Último ejemplo: Maradona.