Hay un tipo de estupidez que en estos días ha podido ser practicada sin restricciones y que consiste en creer que el hielo no es resbaladizo. La placa cerúlea y brillante que está a mis pies sucumbirá a mi pisada y se quebrará por la mordedura de las suelas adherentes de mis zapatos. Adivinen qué sigue a este pronóstico. El hielo no es resbaladizo y el coronavirus no es contagioso, y con esta convicción hemos salvado la navidad y multiplicado exponencialmente la incidencia de la pandemia. ¿Qué factor hace que la especie humana sea capaz de entregarse con tanto entusiasmo a un cretinismo suicida?

La respuesta es fácil: el humanismo. Una cita de Albert Camus en La peste lo formula de una manera cristalina: Nuestros ciudadanos eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos, dicho de otro modo, eran humanistas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Simplemente, no somos capaces de imaginar que quienes ocupamos la cúspide de la cadena trófica y estamos llamados por nuestras propias leyendas a dominar el mundo debamos someternos al capricho de organismos invisibles como los virus o fenómenos circunstanciales como la nieve y el hielo. Frente al hielo hay que pisar fuerte y frente al coronavirus avanzar sin mascarilla.

Nuestras sociedades alardean de estar gobernadas por el pensamiento científico y los expertos constituyen una clase altamente apreciada, al menos de boquilla. Pero lo cierto es que entre este grupo forzosamente aristocrático y el común media un abismo que debe ser gestionado por la clase política, la cual se precia de seguir las indicaciones de los expertos pero se cuida de transmitirlas en su literalidad a sus votantes. Tanto el vendaval Filomena como la tercera ola post navideña de la covid19 fueron anunciados por meteorólogos y epidemiólogos, respectivamente, y sus consecuencias previstas desde meses atrás, y sin embargo, las advertencias fueron deliberadamente desoídas para no contrariar al buen pueblo y su legítimo derecho a la felicidad, y, en último extremo, para hacer caer sobre el ciudadano común, al que se halaga y torea a la vez, la responsabilidad de lo ocurrido. Este lubricante retórico que la clase política utiliza en las relaciones con sus votantes es populismo, lo practican todos los gobiernos de cualquier signo y lo difunden con entusiasmo los medios de comunicación de masas, cuando informan sobre las puntillosas normas de relación social en los festejos navideños o dan instrucciones sobre cómo caminar por las aceras heladas cuando se va al supermercado. Este despliegue de proteccionismo no tiene más función que hacerte sentir culpable si te contagias en la cabalgata de reyes o te partes la cadera en la cola del pan.  

Entretanto, cada concesión a la estupidez fomenta su crescendo hasta convertirla en una fuerza política formidable. Después de negar las propiedades deslizantes del hielo, el  paso siguiente es negar que lo que nos deparan las nubes sea nieve. En la tele, un quídam  aplica la llama de un encendedor a una bola de nieve para descubrir que no se derrite: es plástico, concluye el experimentador, nos engañan en todo, subraya. Llega la respuesta de las opiniones científicas pero, para ese momento, el vídeo ya ha tenido tres millones de visitas y decenas de miles de likes y ahora mismo, mientras escribo estas líneas, es materia de entretenimiento en un conocido programa de sobremesa. La estupidez es la fuerza que ha permitido a un tipo disfrazado de chamán con cuernos sentarse en la poltrona de la presidencia del poder legislativo del país más poderoso del mundo. Cuidado con los estúpidos.