La vacuna se está convirtiendo en la marca de la valía de un individuo, como el honor en el siglo XVII, una prenda que le es debida a la gente principal. El pinchazo en el brazo es como el espaldarazo con el que se recibía el título de caballero. No es extraño, pues, que algunos alcaldes, concejales y consejeros autonómicos, con elevado sentido de su estatus y misión en la sociedad, se hayan vacunado saltándose el protocolo, otra expresión cómica para designar una realidad enloquecida. Y no solo las autoridades civiles, también el jefe del ejército y todo su estado mayor han pasado este trámite profiláctico que los aleja de la contagiosa soldadesca. La ministra del ramo, doña Robles, va a pedir explicaciones a los altos generales por este asalto militar al protocolo, si bien ha reconocido haberse enterado del hecho por la prensa. Pregunta: ¿de qué y de qué no se enterará la ministra de defensa sobre lo que ocurre en su departamento?
La salud pública es una noción entronizada por la revolución francesa, simultánea a la guillotina que caía sobre los pescuezos de los aristócratas. Es, pues, un fruto de la democracia y de la razón de la república, la cual delega en el gobierno su administración y aquí es donde aparece el protocolo, la norma que regula la distribución democrática de un bien escaso atendiendo, no al deseo e interés de los individuos sino al bien común, un concepto escurridizo y propenso a ser burlado por quienes tienen la oportunidad de hacerlo. Los prebostes se vacunan como se llevan una comisión por contrata o se echan al bolsillo la grapadora del despacho que necesitan en su casa. Lo hacen para mantener su estatus y la autoestima que comporta. Luego, ante la mirada inquisitiva del pueblo resentido que les ha descubierto, se defienden con dos clases de argumentos: sea porque también ellos están expuestos al virus por su arriesgada función pública o porque había vacunas de sobra. Los dos argumentos son complementarios y tienen que ver con la dignidad de su rango: asisten al banquete porque son autoridades y comen primero quia nominor leo.
Abajo, en la plaza pública, la tele muestra a abuelos y sanitarios, los primeros en la línea de fuego, que ofrecen su brazo a la aguja con una sonrisa. Esa imagen destila una suerte de beatitud, sentido de la justicia y reconfortante esperanza que se extiende a través de los pliegues de la opinión pública, hasta que irrumpe la noticia de los ediles gorrones y se produce un gran desconcierto. ¿Qué hacer con esos salteadores del orden igualitario? Que dimitan, que los echen, que no les pongan la segunda dosis, que pasen la lengua por una mascarilla empapada en coronavirus. Se ve que en el pueblo llano y sus tertulianos delegados hay gran confusión sobre lo que debe hacerse. Por fortuna, tenemos el consejo de don Albert Rivera, ese cuñado pesadísimo que no acaba de irse y que propone que los políticos sean los primeros en vacunarse porque así darían ejemplo ante la población y tendríamos a los dirigentes del país inmunes para estar disponibles 24h y 365 días en la pandemia. Ejemplo a la población, aaah, ilimitada disponibilidad para el servicio, oooh, eso es lo que queríamos decir y no nos salían las palabras, corean al unísono los concejales vacunados. Y de esta guisa, entre gérmenes nocivos, vacunas a lo loco, concejales corruptos y cantamañanas como don Rivera se nos va la vida.