Los convocados entran por un hueco abierto en el contundente muro de ladrillo amarillo, de ordinario clausurado por una puerta de hierro, y enfilan en silencio, a distancia reglamentaria entre uno y otro, un laberinto muy bien señalizado y vigilado de corredores hasta la celdilla donde ocurre lo que tiene que ocurrir. Este inicio bien podría ser de un relato sobre las penalidades infligidas por un régimen totalitario. El escenario, los personajes, la coreografía empujan a creerlo así.

El lugar es el colegio de los maristas de la remota ciudad subpirenaica, una fortaleza compacta de finales de los años cincuenta del pasado siglo que ilustra sin necesidad de preguntarlo sobre el carácter de la educación que se impartía entre sus muros. El edificio es de Victor Eúsa, un inspirado arquitecto, que en las fotos de juventud se presenta con un pistolón al cinto (un trasunto menor de Albert Speer) y cuya abundante obra en el urbanismo de la ciudad sintetiza una racionalidad geométrica y la querencia clericaloide y reaccionaria de la causa que él defendió y que ahora postulan los voxianos. Para alguno de los varones que hoy forman la fila es un retorno al manicomio de la infancia: anchos corredores enlosados y seccionados por disuasorias puertas de hierro y grueso cristal traslúcido, ventanas inalcanzables y enrejadas, y, al final del trayecto, la sala de reposo, amueblada con los bancos de la capilla donde los convocados se sientan esperando a que llegue el momento, como décadas antes se sentaron esperando la hostia de la primera comunión, si bien ahora toquetean el dispositivo móvil con la misma ansiedad que entonces pasaban las cuentas del rosario.

Hay algo en la escena que busca significado. La mezcla de aceptación de la realidad y de esperanza de futuro que alienta en esta cohorte de vejetes sentados en los bancos de una iglesia en desuso estaba ya en el ánimo de aquella chavalería gritona. Aquellos y estos alimentamos un mismo anhelo de pureza, una noción que se hace más carnal con la edad porque el cuerpo se corrompe (el alma también, pero eso importa menos) y deja sentir sus quebrantos. En un cierto sentido, aquella liturgia y esta son ritos de paso. Aquella, precoz, nos alumbraba a la vida; esta, tardía, intenta frenar a la muerte. Aquella era brujería; esta, ciencia. Algo hemos avanzado.

Una voluntaria identificada por su chaleco fosforescente, como una casulla de antaño, le dice al viejo sentado en el banco que ya puede ir en paz. En la calle se desvanece la fantasía. En algún despacho muy funcional, los hermanos maristas dan un pelotazo inmobiliario para convertir el mastodonte que sirve provisionalmente de centro de vacunación en viviendas, hoteles, oficinas o lo que sea y en Madrid la derecha invicta pugna por conseguir una síntesis del pelotazo inmobiliario y el espíritu triunfalista y punitivo de Víctor Eúsa, y a ese guisote le llaman libertad.