El gobierno no puede bajar el recibo de la luz ni renovar el poder judicial. Ambos son servicios públicos de rango constitucional que en este momento funcionan, si no de forma anómala pues no se puede decir que sea anómalo que las eléctricas quieran ganar el mayor dinero posible ni que los jueces se resistan a abandonar sus altos sitiales, sí de manera disfuncional respecto a los derechos e intereses de la población a la que están llamados a servir. Se supone que los suministros de justicia y de energía eléctrica deberían ser universalmente accesibles y adaptados a las necesidades de la ciudadanía, pero por ahora no es así.

El gobierno, que, recordemos, es el destilado de la voluntad nacional-popular expresada en las urnas, es impotente para cumplir su misión, y lo es a los ojos de todo el mundo. Podemos imaginar el carcajeo que reina en los consejos de administración de las compañías eléctricas y en ciertos círculos judiciales y políticos al observar la impotencia de don Sánchez, carcajeo análogo al que este verano ha disfrutado el emir qatarí  Hamad bin Jalifa al Tahni al asistir a los infructuosos intentos de don Florentino para hacerse con Mbappé. Joder al otro es el privilegio del poder; si no ¿de qué serviría tenerlo?

La energía eléctrica y la justicia son independientes, vale decir, operan autónomamente en campos y con reglas propias. Para la primera, el marco de su independencia es ese tinglado de intereses que llamamos mercado, y para la segunda, la ley, en la que ningún lego puede internarse sin riesgo a salir trasquilado, como adelantó Kafka. ¿Y qué hay más lego que un gobierno, que dios sabe de dónde ha salido? Más tarde, cuando toca, estos poderes independientes premian a quienes han reconocido su preeminencia con sillones en los consejos de administración y en los altos órganos de la judicatura, y aquí paz y después gloria. La plebe, que es por naturaleza banal, llama a este mecanismo compensatorio puertas giratorias.

La tarifa eléctrica y el poder judicial se nos ofrecen envueltos en el hedor de dos componentes históricos del estado español: la corrupción y el golpismo. Porque, ¿cómo no llamar corrupción al vaciamiento de embalses en un país de secular sequía y en pleno agosto para elevar la cotización en bolsa de la compañía titular del negocio? Otrosí, ¿y cómo no llamar golpismo al mantenimiento de un poder judicial cuya composición caducó constitucionalmente hace más de mil días? La primera operación dícese que es legal, y debe serlo porque en este país de pleitos nadie ha elevado una denuncia al juez. Tan legal como la inmatriculación a favor de la iglesia católica de bienes mostrencos, que le ha permitido aumentar exponencialmente su patrimonio inmobiliario, que no era menguado.

En cuanto a la renovación del poder judicial, es cierto que está siendo bloqueada por un partido al que la misma justicia ha calificado de organización criminal, pero no es menos verdad que este jueguecito podría haber sido cortocircuitado por la dimisión fulminante y voluntaria de los mismos jueces que forman parte del órgano concernido. Dimisión, ¿ha dicho usted?, ¿dónde se cree que vive?  En vez de eso, los jueces caducados han seguido haciendo nombramientos y ejerciendo sus funciones con la gallardía de un yogur fuera de plazo. Y su presidente aun apela al patriotismo constitucional para que los partidos cumplan con su obligación. La prédica de don Lesmes es una mezcla de soberbia y astucia. Poderes independientes en manos de pícaros: marcaespaña.