Es difícil apreciar rasgos humorísticos en lo que hace un grupo de señores y señoras talludos y ceñudos que comparecen ataviados con una rígida toga negra esmaltada de medallas, como si fuera el albornoz de baño de un guerrero medieval. Las imágenes que los presentan sin este atavío ritual alrededor de una mesa, vestidos de paisano y con cara de fastidio, se acercan más a lo que en realidad representan, una reunión de cuñados, pesados, desleales, engreídos y oportunistas, que encuentran placer en sentirse importantes. Hablamos, ya lo habrán adivinado, de los jueces miembros del consejo del poder judicial. Sin embargo, hasta en esta situación sudorosa y espesa es posible encontrar un destello de humor.
Como sabemos, los jueces que gobiernan la judicatura están llamados por ley a elegir dos magistrados del tribunal constitucional. Pero en la enésima reunión dedicada a esta encomienda , después de que se han saltado olímpicamente los plazos legales para resolverla, dieron en convenir que no podían hacer propuestas de candidaturas porque ningún juez del tribunal supremo ha manifestado el deseo de ser elegido para el constitucional. De añadidura, hay otra dificultad: si sacan a un magistrado del supremo para colocarlo en el constitucional sería como desnudar a un santo para vestir a otro porque, también por ley, no pueden reponer la baja en el supremo ya que el consejo de cuñados está en funciones desde hace cuatro años. La imagen que ofrecen es nítida: una cuadrilla de maestros de obra y albañiles incompetentes están discutiendo en lo alto de un frágil andamio el arreglo de un edificio en ruinas.
Diríase que el embrollo hubiera tenido en su momento una solución sencilla y digna: la dimisión de los miembros del poder judicial después de que en un lapso razonable de unas pocas semanas se viera que el gobierno y la oposición no iban a cumplir su obligación constitucional de renovar el consejo. Eso habría ocurrido si los jueces fueran tan independientes, apolíticos y cumplidores de la ley como se les supone. Pero la mayoría conservadora de los togados prefirió echarse al monte al aullido de ¡gobierno ilegítimo! proferido por la derecha y a la espera de que entre unos y otros, altos jueces incluidos, podrían torcerle la mano al usurpador don Sánchez. De repente, el jueguecito de cambio de cromos que pepé y pesoe han venido jugando durante décadas de bipartidismo para proveer al gobierno de los jueces había dejado de tener sentido por la fuerte presencia en el parlamento de un puñado de alienígenas que representan también la voluntad popular; unos, como los podemitas, en el gobierno, y otros, de nombres rarísimos y amenazadores –bildu, esquerra, compromís-, apoyándolo. En esta tesitura, los honorables jueces comprendieron que tenían que defender el orden antes que la justicia y la ley. Pero en cuatro años a la intemperie se pudre el fruto más rozagante y los altos jueces han pasado de cruzados de la causa a cuñados en traje de calle. Si se alarga un poco más el culebrón los veremos en calzoncillos, y bragas.
El problema es que esas señorías controlan el poder judicial y el ciudadano de a pié se tiene que poner delante de ellos a nada que se aparte de sus leyes. Y no nos queda más remedio que seguir el sabio consejo de que: «Ni detrás de una mula, ni delante de un juez»