Las elecciones mid-term de Estados Unidos han dejado un resultado titubeante, no encuentro otro adjetivo más apropiado. Los demócratas han conservado las posiciones de partida y, según opinión mayoritaria, el impulso predatorio del godzilla de cresta naranja ha sido frenado por los electores, y sobre todo por las electoras, a las que el tribunal supremo del país ha decidido enviar de nuevo a las cavernas. Las democracias liberales están asediadas por formaciones de extrema derecha a las que puede afectar la onda expansiva del revés sufrido por su santo patrón en las elecciones norteamericanas. El trumpismo es la marca blanca de la movida derechizante en las sociedades occidentales y el fuerte correctivo que ha recibido en las urnas lo ha debido sentir hasta doña Ayuso en las calles de Madrid. Pero aún está por ver si el trumpismo no sobrevivirá al padre fundador como doctrina y práctica política.
En realidad, si se afina el foco sobre el escenario, lo que se ve es un empate técnico, ya sea entre demócratas y republicanos en Estados Unidos, entre derecha e izquierda en España o entre Macron y Le Pen en Francia. En el contexto europeo, cuando esta balanza se desequilibra, es siempre a favor de la extrema derecha, ya sean brexiters en Reino Unido o neofascistas en Italia, si bien no en todo el mundo occidental es así. En Brasil –sexto país del mundo por población y décimo tercero por potencia económica– también se registra algo parecido a un empate entre Lula y Bolsonaro, pero en este caso, como en el resto de países de América Latina, el fiel de la balanza se ha inclinado hacia la izquierda. Ojalá sea esta la ocasión que rescate a Latinoamérica de la condición subalterna y marginal a la que ha sido sometida históricamente por oligarquías domésticas y foráneas. Tienen recursos humanos y materiales de sobra y la coyuntura de crisis en el norte global, guerra de Ucrania incluida, debería darles oportunidades de influir positivamente en el escenario mundial. Pero volvamos a la cuestión del empate.
Las elecciones que se celebran en estos tiempos no responden a la rutinaria alternancia basada en consensos básicos sobre la sociedad, la economía y la historia. Lo que subyace al comportamiento electoral es un sentimiento muy agudo de crisis del sistema, y el consiguiente desconcierto en la respuesta. La globalización neoliberal, que era una promesa de bienestar universal, ha creado beneficiados y perdedores y lo que está en juego es la restauración de la igualdad, de oportunidades, de rentas y de servicios públicos, imprescindible para el funcionamiento de la democracia. Por supuesto, los beneficiarios del sistema no quieren empezar a pagar la factura y los perdedores no quieren seguir pagándola. La segunda víctima de la globalización ha sido el estado-nación, el marco en que se desarrollaron las sociedades avanzadas durante los dos siglos anteriores y en el que operaba la democracia tal como la entendemos. Los gobiernos son débiles porque no tienen bajo su control a las fuerzas que condicionan y alteran la vida de la gente, y están constantemente sometidos al escrutinio público, lo que provoca tentaciones autoritarias. El diálogo es imprescindible pero la polarización de las posiciones, a menudo esquemáticas, lo hace imposible. La reacción desentierra mitos del pasado como soluciones de futuro mientras el progresismo liberal, acostumbrado a llevar la batuta y verse a sí mismo en vanguardia, se siente atrapado por circunstancias nuevas, inesperadas y notoriamente adversas. En esas estamos, y votamos.