Los indígenas de este país acabamos de descubrir que nuestro sistema constitucional tiene un presídium. Un ente director del sistema, autónomo respecto a los mecanismos democráticos que engrasan el resto de las instituciones. Las palabras de origen ruso que históricamente llegan a las lenguas occidentales tienen una connotación ominosa y misteriosa a la vez. Presidium suena a presidencia y a cárcel. El origen está en la palabra latina praesidium, que dice la wiki que significa guarnición militar, una etimología que no tranquiliza. En la antigua unión soviética, el presídium era el cogollo director del estado: un grupito de personajes que se elegían y se purgaban a sí mismos y tenían al país en un ay. En el sistema dizque democrático español, propenso al eufemismo, llamamos a este ente tribunal constitucional.

Ciertos países de tradición mística, como Rusia o España, tienen una íntima desconfianza hacia la democracia porque de alguna manera sienten que es un sistema ajeno a la historia y a la naturaleza del país. En nuestra genealogía doméstica, la que gusta a los voxianos, hay, militares, curas, conquistadores, poetas (menos), pero no hay demócratas, bueno, sí  hay unos pocos, pero han de buscarse con lupa y en la mayor parte de los casos se encuentran en el exilio o en el olvido. Así que hay un consenso subterráneo que nos dice que la democracia da flores muy vistosas pero es un parásito que, si se deja a su albur, mata el árbol en el que se aloja. Alguien tiene que evitarlo cuando se desmanda y para eso está el presídium. Y con este bagaje conceptual a la espalda llegamos al día de ayer.

El tribunal constitucional aborta con carácter precautorio una ley nonata. Los honorables magistrados advirtieron que aceptar el debate y aprobación en el parlamento de una ley que afectaba a su estatus significaba un despojamiento de su poder a manos de cualquier advenedizo surgido de las urnas y, en consecuencia, mandaron parar, como Fidel en su día. La parte perjudicada –el gobierno y la izquierda- se desgañita explicando los recovecos de la decisión y clamando lo intolerable, lo inédito, lo insoportable, lo gravísimo, que es la resolución del presídium, pero en esas estamos.

El tribunal constitucional  no es, ya lo habrán adivinado, un tribunal al uso sino una cámara política de última instancia. Los magistrados que lo componen fingen desentrañar los arcanos del derecho constitucional para justificar el sueldo pero en último extremo se mueven por un mecanismo previo a cualquier disquisición doctrinal. Lo dicto así porque puedo hacerlo, es el resumen. El hecho de que su última providencia haya sido decidida por un solo voto de diferencia después de saltarse a la torera toda clase de recusaciones y otros inconvenientes a su paso da noticia de la arbitrariedad que rige el funcionamiento del presidium.

Y ahora, paciencia y a barajar porque cualquier signo de rebeldía ante la decisión del kafkiano tribunal sería peor. Estamos sometidos a la famosa sentencia de Goethe, prefiero la injusticia al desorden, que, en realidad tiene una traducción literal bien distinta: prefiero cometer una injusticia antes que soportar el desorden. La primera versión de la cita es la del buen pueblo; la segunda cuadra a los perpetradores de la injusticia, los miembros del presídium.