No podías creer que un día habrías de estar a merced de los recuerdos, que estos despertarían, levantarían la losa bajo la que un insensato optimismo existencial los había sepultado, vagarían a su antojo por los predios de tu conciencia y se adueñarían de la casa imaginaria en la que habitas. Sombras orondas como globos de feria, luminosas e inertes, flotando en el vacío sin ninguna energía motriz, que anuncian la impostura que has sido, la nada que eres, el olvido que serás.
Es desasosegante saberse suplantado por tus propios recuerdos, testigos con los que intentas negociar un sentido. En vano porque pertenecen a una naturaleza que no es la que has creído construirte. Viven en ti como inquilinos indeseados con los que en ocasiones entablas una conversación que quiere ser amigable para pasar el rato, te dices, para neutralizar sus devastadores efectos, para exorcizarlos, en realidad.
Ahora mismo, son recuerdos los que guían la mano que escribe. Recuerdos de deseos yertos, de ambiciones incumplidas, de caminos equivocados, holladuras en el alma que te acompañarán hasta el último latido si antes no has ingresado en el limbo feliz de la desmemoria y llegas al desposorio con la muerte como una (falsa) virgen.