En la escuela de cuando el mundo era sólido y estable, los párvulos aprendimos que la prueba irrefutable de la sabiduría del papa de Roma se manifestaba en el conocimiento que tenía de innumerables lenguas. Aún ahora este viejo se asombra de la facilidad con que un polaco, un alemán o un argentino pueden dirigirse desde el balcón del palacio vaticano a una populosa comunidad multilingüe arracimada a sus pies y en la que algunos de sus componentes tienen como lengua propia el lingala, el ixil o el aragonés. En la jerga eclesial, esta habilidad comunicativa se llama don de lenguas y fue infundida por el espíritusanto en la sesera de los primeros apóstoles el día de pascua de pentecostés. En la política española hay un antecedente notorio del don de lenguas cuando hace casi una treintena de años un tal Blázquez, abulense de nación, fue nombrado por el papa Wojtyla obispo de Bilbao y su nombramiento fue despectivamente recibido por el preboste nacionalista don Xabier Arzalluz (jesuita y vascoparlante nativo, la repanocha) porque no hablaba euskera y el recién nombrado lo aprendió en un plisplás para acomodarse a sus funciones pastorales; ahora don Blázquez es cardenal, lo que demuestra que el don de lenguas sirve para hacer carrera.
La poliglosia tiene, no obstante, algunas contraindicaciones en las comunidades que aspiran a la cohesión interna, y la iglesia romana, que a pesar de las virguerías idiomáticas de papas y misioneros había conservado la unidad del latín, fue la primera en experimentarlo. Allá por el concilio vaticano, años sesenta, se canceló el uso del latín para la liturgia, que se celebraría desde entonces en lengua vernácula (la palabreja misma ya contiene la nostalgia del latín) con el fin de acercar los misterios de la fe a las entendederas del pueblo llano e ignaro y que este pudiera orar a dios en cualquier lengua, pues también dios es políglota. Desgraciadamente, el misterio de la santísimatrinidad no es más aceptable para la razón porque se predique en aragonés, abulense o incluso en euskera; al contrario, en estas lenguas particulares se ve privado del aura de ininteligibilidad que lo hacía soportable en latín y, en consecuencia, favorece la estampida de los fieles, que es lo que ha ocurrido.
Estas divagaciones intentan argumentar que una comunidad compleja y estructurada necesita un idioma compartido, y, ahí duele, porque este no puede ser sino impuesto por la fuerza, sea dura o blanda, política, religiosa, ideológica o meramente administrativa. Así que no le falta razón a la coalición reaccionaria cuando, en el debate sobre el uso de las lenguas cooficiales en el parlamento, sostienen que son un peligro para la unidad de Sssspaña. La mala noticia para los promotores del pluralismo lingüístico es que tampoco este favorece la formación de sus propias comunidades políticas. La traslación a campo abierto de lo acordado para el redil del parlamento, sin pinganillo por medio, puede ser una fuente de discordia social. La lengua es propia de los hablantes, que la utilizan para comunicarse con su entorno y desarrollarse en su vida civil o profesional (para eso aprende euskera un obispo de Ávila, e inglés o alemán un estudiante universitario); cualquier otro enfoque de la lengua es imposición o liturgia.
Pero es más probable que el efecto del pluralismo lingüístico en el congreso de los diputados sea mínimo e irrelevante en el trabajo ordinario de la cámara excepto en fragmentos de los debates de relumbrón que vayan a ser televisados (la imagen sí es un lenguaje universal) para satisfacer a su parroquia. En lo sustantivo, los diputados necesitan entenderse y lo harán en castellano, lengua en la que se expresan con extraordinaria desenvoltura, incluso mejor que los ssspañoles premium, que en el debate se quedaron sin palabras y, como los antropoides, manifestaron su rechazo con un gesto belicoso: verter los aparatitos de traducción simultánea en el escaño de don Sánchez como quien arroja su basura en el jardín del vecino. Teniendo en cuenta que este es el nivel de civilización al que pueden arrastrarnos los adversarios del pluralismo lingüístico, bienvenido sea este.
tienes razón, el latín era incomprensible pero se trataba de «divinas palabras». Mi abuela, que no era analfabeta pero solo sabía las cuatro reglas, recitaba las letanías del rosario en latín y respondía en esa lengua los rituales de la misa, no entendía lo que decía, entendía que era lenguaje sublime. Yo aprendí latín, pero de niño me maravillaba, entre otros conjuros latinos, una expresión misteriosa que se decía ante los difuntos: cantinpache. Cuando entendí la frase correcta –requiescat in pace– perdió parte de fuerza y no digamos al pasarla a la lengua vernácula. Viva el latín, aun sin estudiar a Cicerón.
Hola, Conget. Somos de una generación que aún conoció la distinción entre “lenguas sagradas” y “lenguas vulgares”. Ahora solo hay “lenguas comerciales” y “lenguas que no venden ni un pepino”, lo que en gran parte explica el carácter agónico del debate habido en el congreso de los diputados. Un saludo,