La amnistía, cuya aparición en el horizonte está siendo recibida con una cacofonía estridente de consignas en contra, silencios a favor y muchas opiniones de los que tanto la desean como la temen, será a la postre una bendición para todos, como esas lagunas precarias y turbias en las que abrevan todas las especies de la sabana cuando a la caída de la tarde cesa por un momento la dialéctica de cazadores y presas. España como estado es también un ecosistema en formación y necesita un espacio en el que todos sus habitantes se reconozcan el común derecho a habitarla según los usos y exigencias de su naturaleza.
A ninguna otra institución jurídica como a la amnistía le debe tanto la conllevancia histórica de este país en construcción, jalonado de reconquistas, pronunciamientos, asonadas, golpes de mano, revoluciones fallidas y vueltas a la tortilla con o sin cebolla desde la batalla de Covadonga y con mayor premiosidad desde el agitado siglo XIX, cuyo hálito aún resopla en nuestro cogote. La amnistía es el pegamento, siempre provisional, de las articulaciones de este esqueleto quebradizo que nos soporta malamente a todos los que llevamos en la cartera un deeneí con la rojigualda.
Es un síntoma de la perspicacia histórica de los padres de la constitución del 78 que su texto no mencione la amnistía, ni la prescribe ni la proscribe, lo que parece dejar su empleo al albur de las circunstancias y a criterio de los gobernantes de turno. Dicen que la constitución sí prohíbe los indultos generales, pero tampoco es un obstáculo para que el gobierno indulte a troche y moche, si lo considera oportuno, como lo consideró don Aznar el día que indultó de una tacada a mil cuatrocientos cuarenta y tres convictos de los más diversos pelajes delictivos.
La amnistía y el indulto se distinguen apenas por una fina disquisición doctrinal, interpretable según quién la formule, pero a efectos prácticos en ambos casos supone una interrupción favorable al reo en el proceso que va de la perpetración del presunto delito hasta el cumplimiento de la condena judicial. Es cierto que la amnistía tiene una solemnidad de la que carece el indulto, ya que no solo libra al reo sino que obliga a la sociedad a olvidar el delito por el que se le ha condenado y de la misma manera que la amnistía del 77 no acabó con el franquismo ni con el terrorismo, la que se promulgue este año no acabará con el independentismo.
La amnistía es una tregua que tiene dos rasgos característicos. Uno, tiene fecha de caducidad y si bien no puede decirse que su obsolescencia esté programada, tampoco se puede evitar que un cambio en las circunstancias futuras vuelva a exigir su reedición. El segundo rasgo es, precisamente, que no puede saberse quiénes son los beneficiarios finales, que en primera lectura parecen obvios. En la amnistía del 77, la última y más solemne de la que tenemos conocimiento los españoles aún vivos, se aprecian claramente los dos rasgos mencionados. A su promulgación, pareció la medida definitiva de la reconciliación del país pero sus efectos sedantes han durado cuarenta y seis años, que no son pocos, pero no son una eternidad.
El segundo rasgo aún es más interesante: la amnistía del 77 fue demandada a voz en grito en la calle, bajo los porrazos de la policía gris, por el buen pueblo opuesto a la dictadura, y en efecto sirvió para sacar de la cárcel a un puñado de demócratas condenados por su activismo pacífico pero, al mismo tiempo, amnistió al régimen criminal que los había encarcelado. Aquella amnistía dio carta de credibilidad democrática a la derecha, la que había servido a la dictadura y la que se había opuesto a ella, un poco. Don Feijóo y los suyos deberían estudiar este precedente histórico para encauzar su posición ante la amnistía que viene. Lo difícil no es su promulgación sino la gestión de sus consecuencias. La ucedé, el partido de don Adolfo Suárez, que promulgó la del 77, estalló como una burbuja poco después y dio paso al pesoe de don Felipe González, ahora llamado el Bueno. ¿Podría repetirse este mecanismo pero a la inversa? Veamos.
Imaginemos que don Sánchez consigue una mayoría parlamentaria con aliados muy variopintos para amnistiar a don Puigdemont y sus mil y pico seguidores encausados. No por eso los amnistiados y los que han hecho posible la amnistía van a ser más amigos de don Sánchez. ¿Qué hay de lo mío? va a ser una consigna muy repetida, así que bien pueden hacérselas pasar canutas en los innumerables obstáculos que le esperan en esta legislatura. La estrategia de don Sánchez, lo que quiera que signifique eso, está en manos de sus aliados, no de sus adversarios. Pero, qué caramba, parafraseando a Churchill después de la victoria de El Alamein, la amnistía no es el final, ni siquiera el principio del fin; es, tal vez, el fin del principio. Y Churchill ganó la guerra, y perdió las elecciones que vinieron después.