El viejo fue al cine el pasado 6 de octubre, viernes, una tarde calurosa de este tórrido otoño. El aforo estaba completo porque la película era parte de una serie de títulos que se han visto en el festival de San Sebastián este año, lo que da vitola al producto, y era evidente que los espectadores no sabían qué iban a ver porque de lo contrario no hubieran comprado palomitas y quizá ni siquiera hubieran ido al cine. Ni el título de la película ni las imágenes de reclamo daban indicación de lo que habría de contarse en la pantalla, como hizo Hitchcock en la promoción de su famosa Psicosis. A derecha e izquierda del viejo, sendas parejas jóvenes, de treinta y tantos, tenían sobre el regazo los aparatosos cubos de maíz reventón que proveen en el ambigú del cine.
La zona de interés, de Jonathan Glazer (2023) está inspirada en la desasosegante novela de Martin Amis del mismo título (2015, en la edición española), que cuenta la vida familiar y cotidiana de los jefes nazis que gobernaban el campo de exterminio de Auschwitz. La obra literaria es un fatigoso intento de convertir a ese cerrado grupo de criminales en personajes creíbles interactuando con sus iguales en situaciones comunes para llevar al género de la ficción el famoso latiguillo filosófico de la banalidad del mal, formulado por Hannah Arendt.
En la película, el director ha obviado el sofisticado acopio de detalles y la maraña de situaciones de la novela original para reducir el relato a un hecho básico en el que corresponde al espectador aplicar las emociones que le dicte su conciencia. La técnica narrativa tiene la acreditada eficacia hitchcockiana: un hogar familiar acomodado envuelto en un mal universal e innombrable del que los habitantes del lugar son beneficiarios y, de alguna manera, gobiernan. Una versión de Los pájaros sin pájaros. Como es previsible, el mecanismo elíptico del relato funciona y a medida que discurre la película la cadencia de ingesta de palomitas se espacia.
Los personajes viven en un ensueño de clase media: un chalé amplio y pulcramente arreglado, con jardín, huerto, piscina y espacio de juegos para los niños, atendidos por una servidumbre numerosa, eficiente y barata. El predio está adosado al muro de Auschwitz, que piensan cubrir con hiedra para que no se vea el cemento. Al otro lado del muro flota el humo de los crematorios y se oyen a veces disparos y gritos; por lo demás, la tranquilidad es absoluta. La superioridad militar adobada de supremacismo racial y una organización administrativa modélica garantizan el bienestar. En cierto momento de la historia, el jefe del campo va a ser trasladado por sus superiores a otro puesto y su esposa se resiste y protesta. Auschwitz es su hogar, donde tiene su casa y se crían sus hijos, donde pesca su marido en el río y ella toma el té a media tarde con sus vecinas, las esposas de los otros capitostes. Auschwitz es el Lebensraum, la tierra de colonización prometida por el estado nacionalsocialista, en la que lógicamente hay que hacer algunas reformas previas con gas, palas excavadoras y más cemento. Eso hacen los colonos, habilitar la tierra conquistada a sus necesidades, así que frau Höss no quiere dejar su hogar. Es suyo.
Al día siguiente, 7 de octubre, sábado, unos centenares de hombres saltan el muro y atacan las viviendas y granjas que están a pocos centenares de metros. Los asaltantes utilizan en la incursión medios rudimentarios –motocicletas y parapentes- con los que superan los obstáculos que los tienen confinados y matan y secuestran rehenes, si bien no podrán revertir su situación ni ganar la batalla. Es una acción cruel pero también sacrificial, a la espera de la represalia, que será inmediata. La pregunta es ¿quién puede creer que su parcela de tierra prometida, donde quiere vivir con su familia y criar a sus hijos, está junto a los muros de la mayor prisión a cielo abierto del mundo, en la que viven dos millones de personas condenadas a la desesperanza? ¿Qué clase de dios les hizo creer que este destino era apetecible?
Un momento. Calma. Lo que han leído hasta aquí es el delirio de un viejo, que confunde la ficción y la realidad, lo que ve en el cine y lo que recibe de la televisión, el pasado y el presente, los verdugos y las víctimas, El pobre tiene la cabeza hecha un lío pero de inmediato le administraremos la dosis de trankimazin. Gracias por su paciencia.