Los espectadores de la guerra, conflicto, diferendo,  ¿cómo llamarlo?, palestino-israelí situados a  este lado occidental de la galaxia mediática estamos sometidos a una disonancia cognitiva entre la letra y la imagen. Abrimos una página cualquiera de un periódico cualquiera. El texto de la información está presidido e impregnado por la firmísima condena del terrorismo palestino y el derecho de Israel a su propia defensa; los más avezados de entre los informantes nos descubren en el accionar palestino la mano negra de Irán o de Rusia, incluso de China, y si el lector se interna en ciertos vericuetos de este paisaje discursivo podrá llegar a creer que doña Yolanda Díaz es la inspiradora de Hamas y sus crímenes. Hasta aquí el texto, pero si la mirada del espectador se desplaza a la imagen que ilustra la crónica o la columna de opinión se encontrará indefectiblemente con un mensaje contradictorio. Todo el material gráfico disponible corresponde a escenas de devastación en las poblaciones palestinas: edificios en ruinas, caravanas de civiles expulsados de sus casas con rumbo a no se sabe dónde, niños ensangrentados en brazos de sus padres, jóvenes iracundos que portan el féretro de un compañero, abuelas rodeadas de su llorosa prole cuyos padres han muerto en un bombardeo, etcétera. Los israelíes que aparecen en estas imágenes representan siempre la fuerza: soldados armados como robocops, que vigilan el desastre con una mirada neutra y profesional.

Esta contradicción entre mensajes simultáneos responde a una estrategia informativa muy eficaz que puede resumirse así: los fuertes no lloran ni gimen, solo actúan, y son los débiles quienes se exponen a sentimientos tan frágiles y volanderos como la piedad o la compasión. Los autores de esta estrategia universalmente aceptada saben que el receptor del mensaje es momentáneamente asaltado por el malestar que produce la visión de las víctimas pero que su sentido de la seguridad le lleva a ponerse del lado de los verdugos. Los israelíes no han mostrado ni una prueba gráfica del asalto y la matanza perpetrada por los militantes de Hamas porque hacerlo hubiera significado atestiguar la fuerza de enemigo. El número de víctimas y otras circunstancias son secreto militar. El delicado equilibrio que requiere esta estrategia informativa estuvo en riesgo durante unas pocas horas después del ataque al hospital gazatí Al Ahli Arabi en el que murieron cientos de personas. La lógica bélica dice que los responsables del ataque fueron los israelíes pero a estos les bastó decir lo contrario para que aceptemos su versión, incluso expresada en términos deportivos. La masacre del hospital fue una cantada del otro equipo.

Los judíos que fundaron el estado de Israel habían aprendido en sus carnes que en los países más civilizados del planeta se podía liquidar con métodos propios de los mataderos industriales de ganado a seis millones de personas –hombres, mujeres y niños, familias y comunidades enteras- sin que se oyera una voz de protesta y, por el contrario, fuera muy frecuente la colaboración activa y la aquiescencia pasiva. Los testimonios de aquel horror fueron eminentemente gráficos y a posteriori: prisioneros esqueléticos y pilas de cadáveres a la intemperie o en barracones inmundos mientras los verdugos se disolvían en la normalidad postbélica de los países que habían sido sede de las matanzas. El sionismo vino a arrojar sobre las espaldas de los palestinos la insoportable carga moral de aquel criminal episodio perpetrado por europeos.

En los albores del actual Israel, el Holocausto era tabú. Los musculados jóvenes que formaban las filas de Hagana e Irgún, precedentes del futuro ejército de Israel, no se consideraban herederos de las víctimas de Auschwitz, a las que atribuían una sumisión y pasividad definidas como espíritu del gueto. Fue David Ben Gurion, nacido en Polonia y primer dirigente del nuevo país, el que comprendió el valor legitimador del Holocausto y ordenó la captura y juicio de Adolf Eichmann, en la que primó la audacia sobre el derecho internacional. Pero, ¿quién se iba a oponer a que ahorcaran al responsable operativo del asesinato de seis millones de personas? Fue sin duda un acto de justicia pero antes que eso fue un acto de fuerza.

En las iracundas declaraciones de miembros del gobierno israelí después del ataque terrorista de Hamas, un ministro calificó a los palestinos de animales; otro se refirió a ellos como nazis. ¿En qué quedamos? O son nazis o son untermenschen, términos ambos procedentes del vocabulario político europeo de hace casi un siglo, que es improbable que forme parte del vocabulario árabe. Ellos tienen su propia retórica, que no excluye el extermino del enemigo, aunque sea un desiderátum inalcanzable. En ese punto estamos.