Últimamente, el viejo ve matanzas tribales por doquier, hasta donde le alcanza la mirada, como el chico aquel de la famosa película, que veía muertos. Abrumado por la irreversible destrucción de Gaza y de sus habitantes y harto de las inanes disquisiciones de los comentaristas mediáticos sobre el derecho a la defensa de Israel y el derecho internacional humanitario, el viejo intenta distraerse en el cine. El título más prometedor de la cartelera es una peli de gánsteres y mafias en un escenario insólito, y versa, como ya sabrán, sobre una tribu indígena de Norteamérica que encuentra petróleo en su territorio.
El inopinado hallazgo les hace inmensamente ricos pero atrae a un aluvión de buscavidas y oportunistas blancos que sirven de mano de obra a los nativos propietarios de la tierra y de los pozos, pero que terminan dominando su vida porque se hacen cargo de la educación, la justicia, la policía, la banca y demás instituciones comunitarias a las que los indígenas están sometidos; el último escalón de esta invasión en pos de la riqueza es el crimen organizado, que lleva a cabo una metódica matanza de nativos para hacerse con sus tierras. Es una película musculada, densa, maravillosamente narrada, en la que espectador no es consciente de su duración (tres horas y media), a menos que se lo recuerde la próstata.
El viejo no ha podido dejar en la calle los fantasmas que le han llevado al cine y los indígenas enriquecidos y ostentosos de la película le parecen judíos centroeuropeos de los años treinta del siglo pasado: envidiados y detestados a la vez por la mayoritaria comunidad cristiana con la que comparten hábitat. Sin embargo, a medida que esta última se organiza en un estado y toma el mando de las instituciones y las leyes comunes, los indígenas mutan en palestinos: invadidos, engañados, marginados y finalmente asesinados para arrebatarles la tierra prometida.
Confuso, el viejo sale del cine y busca alivio en la cataplasma de la tediosa negociación de sanchistas y puigdemonteses para alcanzar juntos su tierra prometida, que para cada uno tiene un color distinto. En esta logomaquia, los puigdemonteses han propuesto que Cataluña sea considerada una minoría nacional. Caramba, ahora resulta que, después de tanto barullo, lo que quieren los indepes catalanes es ser indios osages, como los nativos de la película, una minoría (eso sí, rica) dentro de la gran nación sioux, que a su vez está sometida a las leyes del estado cuya capital es Washington o Madrid, tanto da porque de hecho Madrid también está sometida a Washington, etcétera. La alocada propuesta puigdemontesa ha sido de inmediato rechazada por las otras tribus indepes, pero da noticia de que cuando buscas tu identidad terminas por no saber qué quieres ser.
Martin Scorsese ha realizado Los asesinos de la luna, según propia confesión, para rescatar un hecho histórico y hacer justicia a los osages, pero a los osages no les ha gustado la película. Los historiadores nativos que oficiaron de asesores en la producción ven en ella el predominio de la visión del hombre blanco y lamentan que la historia no profundizara más en la experiencia de las víctimas, aunque reconocen que eso solo podría haberlo hecho un osage. Estos mismos críticos, no obstante, se sienten agradecidos y emocionados porque la película muestra las costumbres ancestrales de su tribu. Es lo que tiene la identidad, que no puede ser compartida y solo es aceptable por propios y extraños en forma del folclore. Lo asombroso es la cantidad de gente a la que le gusta el folclore.