Todos a la cárcel (1993) es el título de una de las últimas películas de Luis García Berlanga, en la que el cineasta mantiene su visión del mundo como una conspiración de pícaros. Sin embargo, al contrario que sus obras anteriores del mismo tenor, esta está despojada de inocencia y recorrida por una manifiesta falta de compasión por los personajes y sus vicisitudes. Simplemente, el cineasta parece haber dejado de creer en la capacidad reformadora de las instituciones y de los discursos humanos. Este espectador recuerda que vio la película con un sentimiento de frustración y asco. La trama relata un festival que se organiza en el interior de una cárcel diríase que para celebrar el espíritu de la transición democrática, lo que reúne en un colectivo indistinto a delincuentes, políticos, arribistas y sinvergüenzas absorbidos en una espiral de enjuagues y corruptelas, en medio de uno de esos eventos de populismo institucional que menudearon en los noventa, los años de la pasta fácil y el buen rollo. La misma palabra evento es un anglicismo que se introdujo en el castellano por aquella época y hoy todo el mundo sabe qué significa: una reunión corporativa a la que no se puede faltar organizada para presentar alguna vacua novedad y en la que hay música, bebida y canapés gratis, y muchas sonrisas falsas y palmadas de complicidad en la espalda.
La por ahora ignota amnistía para sosegar los ánimos en Cataluña amenaza con convertirse en uno de esos eventos, que en este caso debería titularse Todos a la calle. Una celebración en el patio de una cárcel de atrezo. Esa es al menos la intención de don Puigdemont, al que una feliz conjunción astral de potra y votos han transformado de prófugo desafinado en director de orquesta. Don Puigdemont, como un general heroico, no quiere dejar a ninguno de los suyos a merced del enemigo, y sobre todo, no quiere que la gente crea que solo está pensando en lo suyo. Para decirlo en palabras de su mano derecha, don Turull, no dejaremos a ningún soldado tirado, no haremos una amnistía para vips, como si la amnistía la decretaran los indepes y no el parlamento de la nación, o del estado, si prefieren. Así que, ahora mismo, se está discutiendo que la amnistía alcance a personajes como don Boye, el abogado de don Puigdemont, encausado por blanqueo de capitales en un caso de narcotráfico, o doña Borràs, presidenta del partido, empapelada por un delito de corrupción en el que se fraccionaron facturas para beneficiar a un amigo. Y ya en faena, ¿por qué no amnistiar también a don Pujol y a su ahorradora familia? El tema ha estado sobre la mesa.
Don Puigdemont no quiere solo rescatar al independentismo con él al frente sino restaurar la Cataluña de antaño, en la que él se crió y fue feliz. La Cataluña del 3%. Esta orientación está en la hoja de ruta del prusés, un movimiento reaccionario, que fue posible por el impulso del carlismo genético ínsito en la derecha y en cierta menestralía catalanas, básicamente para eludir las responsabilidades de su incompetencia y corrupción. Espanya ens roba fue la afortunada consigna para sepultar bajo la fervorina secesionista las hazañas del pujolato. La independencia era el río Jordán en el que los peregrinos del prusés lavaban sus pecados. No es extraño que este cuadro tenga su reflejo especular en la amotinada doña Esperanza Aguirre al frente de sus huestes de la derecha madrileña ante la sede del partido de don Sánchez. Para doña Aguirre, también el estado le roba a ella y a los suyos cuando no están en el gobierno.
La derecha española se opone a la amnistía no por un afán de justicia sino para aniquilar de un golpe al gobierno de izquierda y al poder catalán. España. su finca, ni roja ni rota. El sueño de los libertarios madrileños. Claro que no es seguro que vayan a conseguirlo y necesitan un plan b para el que ya se prepara don Feijóo, que le exigirá pactar tarde o temprano con los amnistiados y singularmente con el partido de don Puigdemont, que defiende los mismos intereses de clase que el suyo. Estas sutilezas no afectan a doña Aguirre, que ha presidido el mayor pudridero de corrupción de la historia reciente del país y ha salido limpia como la aristocrática piel del armiño sale de un barrizal. Doña Aguirre podría, como propuso su homólogo míster Trump, asomarse a la plaza de Cibeles, disparar contra la gente con un revólver y eso no le restaría ni un ápice de simpatía entre el buen pueblo. Una cosa sabe de cierto: a ella y a lo que representa nunca les aplicarán el 155 ni la emplumará el juez don García Castellón.
Y llegamos a la pregunta premium: ¿qué gana la izquierda de este embrollo aparte de la poltrona para don Sánchez?