Por alguna razón, interesa menos lo que diga el jefe del estado que el hecho de que no le haga caso nadie. En realidad ambos términos de la enunciación forman un palíndromo. No interesa el mensaje porque no lo escucha nadie y nadie lo escucha porque no interesa. Este año la noticia ha sido que la audiencia del mensaje navideño del rey, cuya vida dios guarde muchos años, ha sido la segunda más baja de su ejecutoria. La noticia la ha servido una inteligencia artificial, la que mide los flujos de energía que circulan por el mundo, porque la inteligencia natural estaba a otras: la cena de nochebuena y las pejigueras consiguientes. El mensaje del rey es la apoteosis del despiste nacional, el cénit del desentendimiento de la sociedad con el estado que la gobierna. Es una señal de salud mental, por otra parte: la ciudadanía está impermeabilizada al caos que predica y produce la clase dirigente. También es una señal de que este caos es una impostura, de la que, lo quiera o no, forma parte el rey y sus mensajes navideños.
Este desasistimiento de la atención popular a lo que predica el monarca tuvo este año, sin embargo, una excepción de relumbrón: don Puigdemont ha visto y oído el mensaje con mucha atención y ha descubierto en él la imposibilidad de que don Felipe de Borbón entienda la democracia. La mala noticia para el glosador de mensajes reales es que en Cataluña la alocución real tuvo más audiencia que la de don Puigdemont. Estos catalanes son la monda. Acaso por eso, don Puigdemont debe estar pensando que no sería mala idea postularse como presidente de la república española, a la vista de que la catalana es tiempo perdido y, dicho sea de paso, que su partido ocupa un modesto cuarto lugar en las preferencias de sus compatriotas.
Ay, también los republicanos están mohínos por la poca atención que los españoles prestan al rey. Si la aquiescencia popular a sus mensajes navideños fuera masiva y entusiasta habría ocasión para el lamento y daría la razón a ese sentimiento de derrota que está ínsito en el gen republicano. Pero si nadie hace caso al rey, quiere decirse que la república no brota por falta de republicanismo, que no es lo mismo que abundancia de monarquismo. Claro que remolonear ante la república es también una señal de salud mental si pensamos que un candidato a la presidencia del nuevo régimen sería un tipo como don Puigdemont, don Feijóo o don Sánchez.
Don Felipe VI, don Puigdemont et alii forman parte de la industria del espectáculo y en estas fechas tienen competidores acreditados y muy eficientes en lo suyo, desde el cuñao hasta los reyes magos, que hacen imposible la competencia. Ningún productor de televisión lanzaría un nuevo programa en navidades; de hecho los contenidos televisivos de esta época son de archivo, como es de archivo el discurso del rey en el papel de cuñao mayor del reino.
Comamos y bebamos que mañana moriremos es un mandato nihilista que está recogido en la tradición cristiana (Corintios 15.32 e Isaías, 22.13) y que seguimos devotamente en estas y otras cualesquiera fiestas del calendario en las que ni don Felipe ni don Puigdemont pintan nada porque no tienen el mando de los tipos de interés que hacen subir o bajar el precio del turrón y del marisco. El discurso de nochebuena debiera darlo la señora Lagarde con don Guindos a su vera tocando la zambomba. Así sea.