El viejo sale a comprar el pan y echa una ojeada a la primera página del rotativo decano de la provincia: el titular anuncia que la mayoría de los indígenas creen que la moción de censura en la capital es un pago para la investidura de don Sánchez y esta creencia se extiende al cincuenta y seis por ciento de los votantes socialistas. Los socialistas buenos, que son mayoría pero están en la clandestinidad bajo la dictadura de su jefe. Vaya, año nuevo, noticias viejas. Para el rotativo decano no pasa el tiempo y sus titulares nos restauran en un plácido sentimiento de estabilidad y permanencia después de la burbuja navideña. En otros ámbitos se aportan nuevos argumentos para la sanchezfobia. Sánchez y su gobierno han cruzado la línea del antisemitismo, lo dice una autoridad en la materia, así que los asistentes al linchamiento en efigie del presidente ya pueden añadir otro improperio al ramillete argumental mientras le atizan al muñeco, desde el tosco hijoputa al sofisticado antisemita. Un antisemita al que quieren quemar los nietos ideológicos e incluso biológicos de los antisemitas que quemaron al abuelo de la autoridad prosemita que señala a Sánchez como antisemita. No sé si entiende el trabalenguas pero importa poco porque se trata de que el linchamiento llegue con éxito a su esperado final.
Y ahí tenemos a don Sánchez saltándose otra línea roja, otra más. En un mundo entretejido por hilos pegajosos, el personal se divide en arañas y moscas, y todo indica que don Sánchez se ha convertido en un moscardón al que una legión de arañas no consigue dar caza. Si se entornan los párpados en busca de la verdad interior podemos ver al apuesto felón como esos ladrones de película que, provistos de unas lentes especiales, sortean exitosamente un pasillo atravesado de rayos láser cuyo contacto activa las alarmas que protegen el tesoro, y por ahora el ladrón se ha llevado un botín detrás de otro. Estos personajes cuentan con la simpatía del común, si bien no de los banqueros y joyeros, desde luego, pero esta simpatía no se refleja en las encuestas del diario decano de la provincia ni de ningún otro de la espesa galaxia mediática empeñada en la caza del moscardón.
La autoridad que ha señalado a don Sánchez como antisemita es el presidente del Museo del Holocausto de Jerusalén, don Dani Dayan, un personaje representativo del estado de la cuestión: nacido en los años cincuenta, argentino, empresario exitoso en el campo de las nuevas tecnologías y ex presidente de la entidad que agrupa a los asentamientos judíos en Cisjordania. No es, pues, ni un inmigrante impelido por las circunstancias adversas en su país ni una víctima del Holocausto, sino un oficiante de alto rango del sionismo, la doctrina nacionalista convertida en religión, que, al uso de todas las religiones monoteístas, necesita herejes y réprobos para afirmarse a sí misma y expandir su poder. La fe fortalece el alma, reza el tópico, y así debe ser porque el señor Dayan acepta la matanza de seres humanos en nombre otra matanza ocurrida ochenta años atrás a tres mil kilómetros de distancia. Estos últimos tienen nombre, los que son liquidados estos días son anónimos. ¿Podemos imaginar un futuro memorial de las víctimas de Gaza mirando de frente al memorial Yad Vashem situado apenas a setenta kilómetros?
Las opiniones del señor Dayan recuerdan en negativo la advertencia leída en alguna parte de la imprescindible obra del historiador Tony Judt, judeobritánico: ningún soldado israelí debería sentirse legitimado para hostigar a una abuela palestina en un control de carretera porque su propia abuela fuera gaseada en Treblinka. Pero, qué caramba, aquí estamos al pimpampún con don Sánchez, el déspota, ególatra, felón, sectario, irresponsable, frívolo, populista, corrupto, escoria, por citar solo los epítetos más finos, y ahora también, lo que faltaba, antisemita.