Dos opinantes de campanillas han sido desalojados del púlpito por los abades de sus respectivas parroquias. A don Fernando Savater le han apeado de su columna en el diario de referencia y a don Juan Carlos Monedero le han desconectado el altavoz que tenía en la tele corsaria que patronea su ¿ex? amigo don Pablo Iglesias. En ambos casos la razón ha sido la misma: desafinaban a juicio del director del orfeón, o, para decirlo en los rudos términos leninistas de don Iglesias, el despido es para reforzar la línea ideológica, que es como se llama al flujo verboso en el que navegan los artefactos mediáticos por esta galaxia plagada de meteoritos y agujeros negros.
Entre las desdichadas circunstancias inherentes a cualquier despido laboral, las de un intelectual revisten un desaire especial porque no se despide a un operario sino a un ego fenomenal. El despedido es el chef de cuisine, no el pinche, y los consumidores de palabras advertirán que se les ha privado de un ingrediente imprescindible de su dieta, y entonces ¡ah! se hará evidente el error de la empresa y vendrán al maestro para pedirle que vuelva al puesto que ocupaba. Esta ensoñación del despedido atravesada por las flechas de la ira (un ex director de periódico llegó a escribir un libro sobre lo suyo) dura hasta que la realidad le convence de que el mundo sigue funcionado sin su pluma o su voz, aunque jamás llega a convencerse de que el despido se ha producido por el hartazgo de la propia clientela, cansada de la monotonía de sus recetas o de encontrar en el plato, un día sí y otro también, zurullos que repugnan al paladar.
Don Savater ha sido el filósofo de la buena vida y sus prédicas postulaban un conformismo activo del que la queja estaba proscrita. Detestaba a perdedores y menguados, y más a los que exhiben las llagas, ya sean deportistas paralímpicos o víctimas de abusos de los curas. Su prosa facunda, contundente y desdeñosa exponía una suerte de inocencia recompensada y creaba en el lector un sentimiento de emulación. Todos querían vivir como Savater, por encima de las servidumbres de la existencia, y acudir los domingos al hipódromo, esa institución aristocrática que nadie sabe que exista. Su trayectoria política solo superficialmente es contradictoria; en realidad, es consecuente con el principio de dejarse llevar por los vientos favorables. Empezó exhibiendo un brumoso anarquismo cuando al inicio de la transición en el País Vasco todos los gatos eran pardos y se podía escribir en la prensa abertzale sin perder la vitola, pero pronto fue atraído por el paraíso madrileño, sirvió con lealtad y decisión a la causa del periódico -a la sazón, felipista– que a la vejez le ha echado a la calle y terminó por convertirse en un filósofo cortesano. El cenit de su compromiso cívico fue el enfrentamiento contra el terrorismo de eta, en el que estuvo en primera fila de la manifestación. Este posicionamiento sin duda ha condicionado su deriva ulterior. Entre los que militaron en aquellas filas contra una lacra ante la que la sociedad vasca parecía insensible ha quedado un poso de resentimiento hacia cualquier forma de normalización, una irritación que ahora gestiona la derecha con relativo éxito, y ahí vuelve don Savater al centro de la coalición reaccionaria, bien visible en el palco del hipódromo que ocupan los libres e iguales. Para entender esta deriva vale la pena hojear su libro A caballo entre milenios, una suerte de diario en el que se alternan, capítulo a capítulo, las dos actividades públicas más importantes que ocupaban al autor en esa época: la presencia en las manifestaciones contra el terrorismo etarra y las visitas a los hipódromos del turf internacional. Las crónicas hípicas son exultantes, amenas, cargadas de afecto y conocimiento, mientras las que describen las concentraciones bajo el shirimiri donostiarra revelan impaciencia, malestar y fastidio por esa sociedad mostrenca que obliga al protagonista a estar donde no quiere, a la vez que le da ocasión de servir a una causa indudablemente justa ¡y además minoritaria!, como las que emprendía Guillermo Brown, el héroe juvenil de la clase media del que extrajo las primeras lecciones de ética, disciplina de la que don Savater llegaría a ser catedrático de universidad, como se lee en La infancia recuperada, su primer libro de gran éxito.
El memento de don Juan Carlos Monedero, el otro notable decapitado estos días, es por razones de edad y de interés de este escribidor más breve. En un mitin que ofreció en esta remota ciudad subpirenaica cuando era una estrella del podemismo naciente, parecía un maestro prolijo, empeñado en explicar a la audiencia los mecanismos ocultos del funcionamiento del mundo cuando lo que esta quería es que Monedero diera caña. En cierto momento le oímos anunciar que había que ser también peronistas. Las razones ideológicas que han llevado a su despido son indiscernibles para profanos, excepto si se acepta que el deseo profundo de su jefe don Iglesias es quedarse solo, como esos toreros que con grandes aspavientos obligan a la cuadrilla a abandonar el albero cuando tienen el toro enfrente.
El estilo de las últimas palabras de los dos condenados al exilio también es diferente. Don Savater, muy en su papel de vejete, recuerda los buenos tiempos y da indicios de haber perdido la chaveta cuando dice que el periódico de referencia del que le han echado es ahora gubernamental y antes era independiente. El lírico adiós de don Monedero también incluye la inevitable dosis de autocompasión y falso buen rollo, viéndose a sí mismo con las desobedientes gafas de Lennon y aceptando su destino por la necesidad de cerrar filas ante el cerco que sufre el podemismo, lo que no empece una entregada declaración de amistad hacia quien le ha despedido. Que san Vladimiro y demás santos del retablo me perdonen, pero suena a esas declaraciones de los purgados que se encaminaban al gulag o al paredón proclamando su lealtad al partido, a la causa y al jefe que los condena. Definitivamente, don Savater y don Monedero no coincidirán nunca en la cola del paro.