El viejo se ha visto avisado durante el desayuno de que está, estamos, en cuaresma. Un tiempo de aflicción y penitencia. Ah, claro, se ha dicho, la época que viene después de que las graciosas chirigotas de Cádiz pasen por el telediario y las nieticas se disfracen de girasol o de abejita. En la planitud del calendario del jubilado, la noticia la han traído las inevitables e insomnes campanas de la parroquia de San Miguel, al otro lado de calle, cuyo volteo reproducía la melodía de la súplica que los escolapios le inyectaron en la memoria: perdona a tu pueeeblo, señor. En la letra se implora a dios que no esté perpetuamente enojado. Un cabreo momentáneo se entiende pero por qué perpetuamente cabreado. Si no está conforme con su propia creación no tiene más que destruirla y santas pascuas. Nadie le iba a pedir cuentas ni a reprocharle que es un chapucero.

El viejo se pregunta cuántos vecinos interpretarán el lenguaje de las campanas en su sentido litúrgico, más allá de percibirlo como lo que realmente es: un coñazo. El barrio donde se difunde el campanudo mensaje está habitado por dos clases de personas perfectamente distinguibles: los indígenas, grupo al que pertenece el viejo, que a media mañana hacen de la calle un patio de residencia geriátrica con sus esforzados paseos para comprar una acelga y dos patatas, visitar al médico o tomar un café con los supervivientes de su generación, y los recién llegados, latinoamericanos, árabes, subsaharianos, asiáticos, que se ganan la vida como pueden en este jardín marchito y para los que el revuelo de campanas es una curiosidad folclórica de los cristianos blancos. Estos, a su vez, no están por la labor que pregonan las campanas. Los viejos son, somos, reacios al arrepentimiento por dos razones de mucho peso: porque la vida ya ha sido lo bastante dura y larga como para pedir perdón por haberla vivido y porque, qué caramba, aún nos quedan unos cuantos años para enfrentarnos al supremo juez, si es que existe.

El campanero de San Miguel no es, seguramente, lo bastante viejo para saber que la canción que bandea porque así lo dicta el programa sonoro que sirve de pauta a su trabajo fue un hit hace sesenta o setenta años, cuando todos éramos culpables y los capitostes de la época erigieron la iglesia en la que trabaja para que pidiéramos perdón como los migrantes piden ahora un permiso de residencia o de trabajo. Entonces éramos ilegales y la campana nos lo recordaba continuamente.

Una de las razones del guirigay que parece reinar en la iglesia católica es porque han perdido el control del calendario. No todos los niños nacen en navidad ni todos los hombres mueren en semana santa. Ahora mismo, mientras las campanas nos aporrean los tímpanos, los que mueren no son cristianos sino mahometanos a manos de judíos. ¿Debemos pedir perdón por ello? La compasión cristiana se detiene a las puertas de Gaza. El estado de Israel es la mayor impostura moral nunca vista consistente en arrojar sobre los hombros de los palestinos musulmanes las consecuencias del Holocausto de los judíos europeos perpetrado por sus vecinos cristianos europeos. Los seguidores de las religiones del Libro juegan a un siniestro tú la llevas histórico, jalonado de matanzas y venganzas. Claro que de esto no es responsable el campanero de San Miguel que tal vez ni siquiera exista porque el mandamás de la diócesis ha dejado a una aplicación de inteligencia artificial el control de la llamada a la oración .