La ley de amnistía va a quedar a lo que digan en Europa. Los españoles confiamos tan poco en nosotros mismos que llevamos a Bruselas las cuitas domésticas para que las resuelvan tipos que saben poco castellano y están aprendiendo a marchas forzadas catalán. La derecha celtibérica apela a Europa para que le ayude a derribar al felón don Sánchez y ya está programado que el parlamento europeo se ocupe de las andanzas de Koldo el aizkolari. Los aficionados a la murga de la decadencia patria deben preguntarse a dónde hemos llegado para que no podamos ocuparnos ni de los chorizos locales, que forman parte inexcusable de nuestra gastronomía política. Dejar a Koldo el aizkolari en manos de alemanes, letones, malteses, belgas y demás gente rara es como dejar que echen chorizo a la paella. Aunque, ¿por qué no?
A su turno, la izquierda polivalente deja en manos de los jueces europeos el discernimiento de si don Puigdemont es un terrorista, un traidor a la patria o un conspicuo cantamañanas, como nos parece a algunos. La ley de amnistía, ese texto sagrado que anuncia un futuro radiante, se ha negociado también fuera del territorio nacional y se publicará en el boletín oficial, allá por el mes de junio, con sus efectos sub conditione, a expensas de que el tribunal supremo del reino –¡el tribunal supremo del togado don Marchena!– haga una consulta prejudicial al tribunal de justicia de la unión europea (el tejué) y obtenga una respuesta sobre la pertinencia o no de considerar a don Puigdemont terrorista y/o traidor (lo de cantamañanas no es punible). Desde luego, con estas pruebas de confianza hacia lo que dice Bruselas o Luxemburgo (sede del tejué), nadie nos podrá acusar de antieuropeístas; como mucho, protestarán los voxianos.
Europa es el bote salvavidas de este destartalado país cuya deriva histórica es una curiosa anomalía. En los albores del siglo XIX, cuando se formaban los estados nacionales europeos en base a una unidad constitucional, España, que era quizá el estado más antiguo del continente, empezó a trastabillar en ese momento y desde entonces no ha habido conflicto interno, a menudo muy cruento, en que la intervención foránea no haya sido determinante para su resolución, desde Wellington en la guerra de afrancesados y castizos hasta Hitler y Mussolini en la guerra de rojos y azules. Incluso la cosa catalana, que enfrentó a austracistas y botiflers, tuvo su origen en una cuestión dinástica en las que ninguna de las dos dinastías en pugna era de casa.
La consoladora noticia es que en esta enésima versión de guerracivilismo que ha sido el prusés no ha habido plomo, solo porrazos de los guardias y algunos años de cárcel, que también duelen, pero dan poco juego para la épica. No obstante, en el bando vencedor conservan una cierta nostalgia por los buenos viejos tiempos y en busca de pruebas han encontrado a un turista francés infartado para justificar que hubo violencia grave y a unos hipotéticos espías rusos para probar que hubo traición, extremos ambos sobre los que tendrá que pronunciarse la justicia europea para que la ley de amnistía dé sus frutos de conciliación y buen rollo, como pregonan sus promotores.
Don Sánchez y don Puigdemont son tipos de este tiempo en que el antiguo y solemne espacio público de la política democrática ha devenido interfaz de instagram o de tiktok, a medio camino entre lo ficticio y lo real, donde todo es visible, casi obsceno, pero se ofrece distorsionado, adaptado los intereses inmediatos de los jugadores. Así, la pesadísima y crucial ley de amnistía ha perdido toda gravidez en la nube de la justicia europea. Don Sánchez y don Puigdemont responden a los desafíos del día a día pulsando like o dislike sin saber a dónde van, ni a dónde nos llevan, pero en eso radica el encanto del juego. Ahora toca empezar otro: el de la aprobación de los presupuestos generales, prerrequisito para que la legislatura no desemboque antes de tiempo en game over y los jugadores sigan a los mandos de la play. No es país para viejos, y don Feijóo debería entenderlo.