En 1894, un capitán del ejército francés fue detenido y acusado de espionaje a favor de Alemania. El oficial se llamaba Alfred Dreyfus, era judío y esta condición fue determinante para su arresto y condena a prisión perpetua. La familia del condenado se movilizó para defender su inocencia y sus esfuerzos se vieron reforzados cuando el jefe del contraespionaje francés, coronel Jacques Picquart, descubrió que el verdadero culpable era otro oficial, el mayor Ferdinand Walsin Esterhazy. A pesar de esta evidencia, el tribunal militar se negó a revisar la condena a Dreyfus e incluso absolvió al mayor Esterhazy cuando fue juzgado por este mismo delito. Francia se dividió entre dreyfusistas y antidreyfusistas; la controversia invadió las calles, provocó numerosos disturbios y agresiones contra ciudadanos judíos y sus propiedades, y llevó al novelista Émile Zola a publicar una airada carta al presidente de la república con el título J’accuse, que es un documento de referencia en el periodismo político. El capitán Dreyfus nunca fue absuelto judicialmente del delito de traición y salió en libertad por el indulto del presidente de la república, y fue rehabilitado diez años después, en 1906.
El caso Dreyfus nos es familiar al oído, si bien fue muy complejo en su desarrollo, como puede comprobar el espectador de la película de Roman Polanski, El oficial y el espía, que ofrece una sinopsis clara y detallada de aquellos acontecimientos. Lo que interesa para este comentario es que afectó a las más altas instituciones del estado francés, dividió a la sociedad, dio carta de naturaleza a un antisemitismo beligerante y, como en otras partes de Europa, rompió el pacto social que había permitido la integración de la comunidad judía en la vida de la república. No es casualidad que Jean Renoir introdujera a un personaje judío en La gran ilusión (1937), un canto a la fraternidad en tiempos de guerra y una de las películas más emotivas que ha producido el cine europeo.
La fractura social y política derivada del caso Dreyfus atravesó la tercera república francesa y está en el origen de la descomposición del país y su derrota militar, política y moral cuando en 1940 fue invadido por Hitler sin ofrecer resistencia, haciendo al estado francés cómplice, entre otras vilezas, del exterminio de los judíos. Hay un hilo invisible pero innegable que va desde el arresto del capitán Dreyfus (1894), deportado a la remota e inhóspita prisión de la Isla del Diablo (Guayana francesa), y la redada del Velódromo de Invierno (1942) en la que más de doce mil judíos franceses fueron arrestados por gendarmes franceses para ser deportados también a un lugar remoto y de nombre exótico: Auschwitz.
En los países democráticos pueden producirse acontecimientos de apariencia pasajera que, sin embargo, remueven los estratos más profundos de la opinión pública y alteran el centro de gravedad de la sociedad y del consenso político con consecuencias que se manifiestan mucho más tarde con una contundencia inesperada. El once de marzo de 2004, un grupo de jóvenes árabes radicalizados colocaron bombas en cuatro trenes de la red de cercanías de Madrid y provocaron 193 víctimas mortales y casi dos mil heridos. Una catástrofe nacional sin precedentes. El gobierno del momento, presidido por don José María Aznar, decretó de inmediato: ¡el culpable es eta! Esta proclama, que era más una estrategia deliberada de despiste que un error de percepción, nunca fue corregida. Al contrario, a medida que la evidencia policial y judicial de los hechos avanzaba, la consigna se convierte en un gigantesco bulo conspiranoico que implicó en el crimen al gobierno electo en los comicios celebrados tres días después del atentado, del mismo modo que la acusación falsa a Alfred Dreyfus amplió el perímetro y la respetabilidad del antisemitismo y debilitó la credibilidad de las instituciones republicanas para gobernar sobre principios constitucionales de verdad y justicia.
El bulo sobre la complicidad del gobierno socialista de don José Luis Rodríguez Zapatero en los atentados de Atocha se asperjó como hipótesis y cuajó en la opinión pública, y hoy, veinte años después, cuando tenemos una verdad evidente -como lo fue la culpabilidad del mayor Esterhazy- una parte de la sociedad española aún afirma con mayor o menor convicción que no sabemos todo lo que pasó en los atentados de Atocha. Una prueba material de esta quiebra del consenso sobre la verdad es la desgraciada peripecia registrada por el modesto monumento memorial de las víctimas en la estación madrileña.
Pero el bulo no es un fenómeno estático ceñido al hecho que lo provocó, sino que sirve de referencia general y se adapta a circunstancias cambiantes sin perder su esencia: es el elefante de Lakoff. Así que la ilegitimidad atribuida al gobierno de don Zapatero la hereda el siguiente presidente socialista, don Pedro Sánchez, y el hilo invisible pero innegable lo encontramos entre la consigna ¡ha sido eta! (2004) y el eslogan electoral ¡que te vote txapote! (2023). ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir una democracia en la que su gobierno electo es falsa y sistemáticamente acusado de connivencia con el terrorismo?