Aviso a aficionados a la parafernalia militarista, a los oportunistas y logreros que se enriquecen en los remolinos del mercado y al público curioso en general: vuelve a estar de moda el Stahlhelm, el casco de uso en la infantería alemana durante las dos guerras europeas de la primera mitad del siglo pasado, así que hagan acopio de unidades de este vetusto artefacto porque en pocos meses puede sustituir al típico gorrito de lluvia. Los almacenes de atrezo para cine y teatro deben estar rebosantes de estos chismes y si faltaran por el incremento de la demanda siempre se puede pedir a China que los suministre, como se hizo con las mascarillas de nuestros peores sueños. De momento, ya sabemos que en Alemania y en el resto de Europa hay una corriente de influencers que consideran honorable todo lo que este casco representa para la memoria histórica y que quienes lo postulan aumentarán su representación en el parlamento de Estrasburgo después del nueve de junio.
En una visita turística a Berlín, unos años atrás, cuando quisimos creer que la historia había llegado a su final y no nos molestaría más, el paseante se detuvo en un mercadillo callejero ante un puesto que ofrecía diversos cachivaches de indumentaria militar y le llamó la atención un stahlhelm en el que el vendedor había cubierto la enseña nazi de su costado con una tirita, como si fuera una pequeña herida que te haces al afeitarte, ocultando así al público el elemento más morboso del objeto, a fin de cumplir con la ley federal contra la simbología de un pasado que creíamos muerto y, caramba, está de vuelta, vivito y coleando. Pronto, si las cosas siguen su deriva natural, la pudorosa hoja de parra con la que el viejo stahlhelm ocultaba su siniestro pasado no será necesaria toda vez que en la misma Alemania emergen opiniones políticas que consideran honorable el uniforme de las SS.
El stahlhelm (casco de acero) sustituyó durante la primera guerra mundial al pintoresco pickelhaube, el casco de cuero acharolado, coronado con un pincho y ornamentado con repujados dorados y el águila imperial en el frontal, que conocemos por las pelis de Sissi. Algún estratega debió pensar que este fantasioso tocado era disfuncional en la guerra que inventó la ametralladora, el obús y el tanque y en la que los soldados de infantería debían soportar una lluvia de metralla inmovilizados en las trincheras con el barro hasta las rodillas. Después de la guerra el casco de acero dio nombre a organizaciones paramilitares de extrema derecha que preludiaron el nazismo durante la atribulada República de Weimar y quedó como uniformación característica de los ejércitos de países en los que militarismo alemán y el fascismo consiguiente habían dejado huella, como en Chile o Bolivia, pero singularmente en España. Este escribidor todavía desfiló con stahlhelm a principios de los setenta cuando cumplía con la mili obligatoria, una institución que vuelve a los programas de los gobiernos europeos.
El neonazi que ha querido lavar la memoria de las SS en Alemania ha sido retirado de escena por su partido. Todavía es pronto y arriesgado electoralmente quitar al casco la pegatina que oculta la svástica, lo que no quiere decir que no haya un creciente número de europeos que lo estén deseando, como comprobaremos el próximo 9 de junio. Los partidos de la derecha tradicional ya están tomando nota del nuevo momento histórico y sugiriendo algunas reglas para justificar ante su propia conciencia y ante el electorado este giro de guión, y a tal fin la derecha ha propuesto discernir entre las formaciones neofascistas que son atlantistas, es decir, buenas, de las que no lo son, malas. Vamos a ver muchos jeribeques para ajustar a la realidad este distingo pero básicamente atlantista significa partidario de la otan y enemigo de Rusia. Los neofascistas malos son los que encuentran en las acciones de Putin un eco de sus propios sueños; no olvidemos que Hitler y Stalin fueron amigos durante una temporada. Todo lo cual nos devuelve de nuevo al momento del stahlhelm, un siglo atrás.
Las generaciones más jóvenes tienen una idea brumosa de lo que fue el fascismo, en cierto modo caricaturesca, porque su juicio viene del largo periodo de bienestar y paz asociado al relato nacido del consenso antifascista después de la segunda guerra mundial. Pero antes de llegar a ese punto histórico, el fascismo atrajo a mucha gente, de hecho, a la mayoría de los europeos en su momento de apogeo, como promesa de orden frente al caos provocado por la crisis económica, que nació como la actual en Wall Street, y para detener a lo que se llamaba la barbarie asiática, que en aquel momento también encarnaba Rusia. En España, esta murga duró hasta 1975, y, a juzgar por la intención del líder de la derecha, don Feijóo, de pactar con la neofascista signora Meloni, el eco del pacto Franco-Mussolini sigue vivo bajo las cenizas del llamado régimen del 78.
Putin, en su intento de retorno al imperio ruso, ha querido galvanizar a la población haciendo desfilar al ejército con la uniformación de Stalingrado. ¿Por qué no habríamos de imitarle nosotros desfilando con el stahlhelm? Lo dicho, vayan a proveerse de uno antes de que se agoten las existencias.