Se mire por donde se mire, una Europa unida representa algún tipo de socialdemocracia. (Slavoj Žižek, Demasiado tarde para despertar).

Días atrás, el pesoe de don Sánchez, el único partido español que lleva en el adeene el gen socialdemócrata, sufrió dos derrotas en el parlamento en menos de cuarenta y ocho horas, no solo por la oposición de la derecha y la extrema derecha sino también por la desafección de sus socios de gobierno y de sus aliados de legislatura, un ramillete de grupos que forman nacionalistas, independentistas catalanes e izquierdas de varia lección. La primera derrota devolvió al corral la ley contra el proxenetismo en la prostitución y cuando llegó el turno a la ley del suelo, la ministra de turno la retiró del debate antes de que se hiciera manifiesta la falta de apoyos.

Habremos de convenir que ambas iniciativas legislativas conciernen, en mayor o menor medida, a asuntos que interesan a los ciudadanos, por decirlo con el casposo tópico al uso en la jerga política española, pero ni por esas. Podemos aceptar la explicación más obvia de que estamos en periodo electoral (¿y cuándo no?) y los grupos políticos necesitan marcar territorio ante sus votantes reales o hipotéticos, aunque no se ve qué territorio se puede marcar cuando todas las formaciones, sean del color que sean, avanzan gregariamente en la misma dirección. Y podríamos reconocer que el pesoe actuó también por cálculo electoral, aunque no se entiende qué clase de ventaja espera obtener mostrando la debilidad de su propio gobierno. Dejando de lado la coartada electoral, hay que recordar que la reforma laboral, una norma de exquisito pedigrí socialdemócrata votada en febrero de hace dos años, fue aprobada porque un diputado tonto de la derecha no sabía distinguir el del no en su tableta de votaciones. Los que sí sabían hacerlo se dieron el gustazo de dar una patada al gobierno en el culo de los trabajadores, otro asunto que interesa a los ciudadanos.

De estas dos derrotas, o tres, si queremos sumar el cambalache de la reforma laboral, se extraen tres sombrías enseñanzas, en las que medra la extrema derecha:

Adiós a la centralidad, lo que quiere decir adiós a un espacio compartido donde se puede debatir y  acordar en asuntos que interesan a los ciudadanos. Los hábitos de la política han dejado de ser deliberativos para ser repentizadores: la acción antes que la palabra, las consignas antes que los argumentos, la pulsión antes que la convicción, la competencia hasta la última sangre  antes que la colaboración. Esta desaparición de la centralidad no tiene que ver con el plañidero lamento de la falta del centro, que siempre fue una entelequia, ni con la famosa polarización. Moderados, es decir, tipos que no se lanzan a morderte la oreja para mostrar su discrepancia, los hay en todos los partidos, pero las reglas del juego han cambiado. La vieja y parsimoniosa relación de los partidos con sus bases en el pasado está atravesada por corrientes eléctricas que rompen  las moléculas del cuerpo social y crean una suerte de implosión y la correspondiente disgregación de tendencias y fuerzas, que entran en órbitas erráticas, inciertas y volubles.  

Adiós a la estabilidad del gobierno. En estas condiciones, la gobernabilidad es imposible. Ningún gobierno puede avanzar ni un paso si tiene que negociar cada coma de sus iniciativas con una miríada de socios eventuales y aliados condicionales que no pierden ocasión de manifestar su fuerza boicoteando las propuestas. El gobierno solo posee un resorte para intentar restaurar una situación más estable: el botón electoral. Pero ¿cuántas elecciones repetidas serían necesarias para alcanzar esta estabilidad cuando a cada convocatoria los votantes se afirman  en sus posiciones o las cambian de manera imprevisible?  

Adiós a la funcionalidad de la izquierda. En este marco, la izquierda está exangüe y las motivaciones de su voto residen menos en la creencia de un futuro mejor que en la resistencia a que el neofascismo rampante nos devuelva a un pasado horroroso. Don Sánchez aprovecha este miedo como comodín electoral, sin muchas explicaciones, a su estilo, confiando su eficacia en la resonancia que encuentre en la gente de izquierda, notablemente envejecida y maleada después de cuarenta años de neoliberalismo desenfrenado y de las sucesivas sacudidas de la crisis financiera, la pandemia y la aparición de la guerra en el horizonte, a lo que hay que añadir los disensos y tiquismiquis internos. La izquierda y singularmente la socialdemocracia no están para muchos trotes, como se ve con claridad en cada elección en toda Europa y se confirma cuando aparece don Felipe González en la tele para predicar a las hormigas.