Soy una mujer anarquista y, para mí, la creación de un Estado es algo opresivo y un producto capitalista. Intento pensar en Palestina como algo distinto a este método de gobierno que utilizan otros países, como Israel, y que promueve el nacionalismo y la exclusión. No quiero que se repita lo que nos ha causado tanto dolor. [Adania Shibli, Palestina, 1974, autora de Un detalle menor (*)].

Un indeciso día de primavera –nubes apresuradas, lluvia intermitente, viento errático-, el viejo regresa al pasado para volver a ver, cincuenta años después,  El jardín de los Finzi Contini, de Vittorio De Sica (1970), de la que su memoria conserva a unos jóvenes gloriosos que juegan al tenis impecablemente ataviados de blanco y a Dominique Sanda, la aristocrática actriz rubia de mirada aviesa y labios voraces, que reinaba en la imaginación de su juventud. Aquel cine europeo fue quizá el nutriente intelectual más vigoroso del viejo y de su generación. Sus películas contenían la simiente de los dos soportes, intelectuales y sentimentales, que han guiado su visión del mundo: europeísmo y memoria histórica, ahora los dos en trance de revisión cuando no de declive.

De camino a la sala de cine, el paseante topa con un pasquín propalestino pegado al tronco de un árbol. La autoría es de un grupúsculo de la izquierda nacionalista vasca y la leyenda en vascuence reza: Palestina askatu. Israel borrokatu, desnormalizatu, suntsitu. El último verbo reclama la desaparición de Israel. ¿Habrán pensado estos arriscados revolucionarios qué hacer con los israelíes cuando desaparezca Israel? La historia que relatan los pasquines va muy deprisa. Hubo un tiempo, no tan lejano como para haberlo olvidado, en que el nuevo estado sionista despertaba gran admiración en el nacionalismo vasco, que veía en él a un pueblo que consigue el objetivo de tener un estado propio y la hazaña añadida de hacer oficial y de uso común el hebreo, una lengua arcaica al borde de la extinción. Ahora, esa hazaña histórica se deroga en otra lengua, también arcaica, privativa e identitaria, que aspira a ser oficial y de uso común, como el hebreo.

El viejo deja atrás el pasquín y se dirige al edificio de enfrente, que acoge la filmoteca, donde verá la película, y la biblioteca, donde se distrae durante el tiempo que queda para el inicio de la proyección. Hay una muestra de literatura memorialística escrita por mujeres y le llama la atención un libro, no por el título –Diario de Bergen-Belsen (1944-1945)–  sino por el nombre de la autora, Hanna Lévy-Hass, que la relaciona con la periodista israelí Amira Hass, En efecto, es su madre y la periodista firma el prólogo del libro. Amira Hass es autora de Crónicas de Ramala, un crudo testimonio de la ocupación israelí en Palestina y este recuerdo lleva al viejo a tomar a préstamo el libro. Luego, entra en la sala de proyección.

El jardín de los Finzi-Contini es la versión cinematográfica de la novela del mismo título de Georgio Bassani, y la más conocida, en gran medida por la película, de las seis partes de una obra magna que el autor escribió bajo el título de La novela de Ferrara. Lo que se cuenta en esta historia es la vida cotidiana de una familia judía de la alta burguesía y de sus jóvenes vástagos bajo la dictadura de Mussolini. La familia está recluida en dos guetos concéntricos, el creado por la propia clase social y el que urde alrededor de toda la comunidad judía el régimen fascista. El primero de estos círculos es idílico, una gran mansión rodeada de un jardín donde los vástagos de la familia y sus amigos juegan al tenis. El acceso a este deseable gueto está sujeto a una severa etiqueta en la que se discierne, no solo a los gentiles sino a judíos procedentes de clases medias inferiores, y en esta jaula dorada tienen lugar los amoríos, ensoñaciones y anhelos de los jóvenes que protagonizan la historia mientras, más allá de los muros de la finca familiar, los judíos sin distinción de clases son borrados de la vida pública, expulsados de sus empleos y del instituto donde cursan estudios, vetados en la biblioteca pública y en los clubes de la localidad, y poco a poco mirados como apestados. Este acoso sistemático y creciente no consigue romper las barreras de clase que rigen la vida de los Finzi-Contini hasta el último capítulo de la historia, cuando los judíos de Ferrara sin distinción de clases son requeridos por su nombre, arrestados por la policía y recluidos en las aulas del instituto de la ciudad a la espera de ser conducidos a su destino final.

A su estreno, la película fue premiada con los galardones mayores que otorga la industria cinematográfica internacional, incluido el óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1972; sin embargo, acusa el paso del tiempo. La historia se nos ofrece empastada y sin fuelle, y el eje dramático que la sostiene -una vida feliz y promisoria segada por un final consabido- no resulta convincente, quizá porque ambos polos de la narración, tanto los relatos de amoríos juveniles como las visiones del Holocausto, han tenido innumerables desarrollos en estos cincuenta años y han curado al público de espantos, nunca mejor dicho. El director Vittorio De Sica debió ser consciente de esta debilidad de la historia e intenta conseguir la catarsis en el público mediante una secuencia final trepidante y tramposa: una sucesión de planos de los jóvenes protagonistas jugando al tenis mientras una voz en off recita la plegaría judía por los muertos. Un silencio de plomo envolvía la sala cuando se encendieron las luces.

En este final operístico hay un equívoco del que no fueron conscientes los autores y el público de la película cuando esta se estrenó. En 1970, la cuestión judía estaba zanjada en Europa. El estado de Israel estaba consolidado y gozaba del apoyo occidental, y las fuerzas políticas que perpetraron el Holocausto estaban proscritas, así que al público solo le era exigido que manifestase su horror por lo ocurrido y su compasión por las víctimas mientras suena la música de réquiem. Pero en el espeso silencio de los espectadores de una tarde del pasado abril había también confusión porque debían conciliar la compasión que despiertan las imágenes de la película con otras imágenes, más urgentes, más inmediatas, de la destrucción de Gaza, que llegan cada día. ¿Hay alguna relación entre la suerte de los judíos de Ferrara y de los palestinos de Gaza? ¿Qué meandros históricos han llevado a que los descendientes de aquellas víctimas de ayer se hayan convertido en verdugos hoy?

Hanna Lévy, al contrario que los dorados tenistas recreados por Giorgio Bassani y Vittorio De Sica, fue una persona real que no representaba a nadie excepto a sí misma, y su biografía nos sirve de guía para entender la naturaleza del malestar europeo respecto a lo que ahora mismo ocurre en Gaza. Hanna nació en Sarajevo, unos meses antes del inicio de la primera guerra mundial, hija menor de ocho hermanos en una familia sefardí de clase media-baja en la que la lengua doméstica era el ladino, el castellano que los judíos españoles se llevaron consigo cuando fueron expulsados de la Península por los Reyes Católicos, pero ella prefería responder a sus padres en serbocroata porque se sentía orgullosa y cómoda en la pertenencia al estado plurinacional de Yugoslavia, un reino creado al término de la guerra mundial. Nunca dejó de reconocerse a sí misma como yugoslava, incluso cuando este país dejó de existir en los años noventa y su lengua común desapareció como tal. En el primer tercio del siglo pasado, el anhelo de un mundo sin fronteras étnicas y religiosas estaba ampliamente difundido entre los judíos europeos, muchos de los cuales, Hanna entre ellos, se inclinaban hacia posiciones socialistas y comunistas para alcanzar este objetivo (a la contra, la murga franquista del contubernio judeomarxista viene de este hecho). Estudió con becas estatales, incluido un curso en La Sorbona, y se licenció en lenguas románicas, lo que le permitió añadir el conocimiento del francés y del italiano a su español nativo. En la comunidad judía empezaba a penetrar el sionismo, pero estaba lejos de ser una opción política mayoritaria. Hanna rechazó emigrar a Palestina antes de la guerra y empezó su vida profesional dedicada a la docencia en un momento en que el fascismo rampante establecía las primeras medidas de segregación en ámbitos de la administración pública, de modo que, en vez de obtener una plaza en Belgrado u otra ciudad importante del país, fue destinada a la remota localidad de Danilovgrad en Montenegro, prontamente ocupada por los italianos, lo que, a pesar de su condición de judía, le permitió una vida soportable que  terminó abruptamente cuando capituló Italia en 1943 y los alemanes ocuparon el territorio.

Hanna quiso huir para unirse a los partisanos pero fue disuadida por la pequeña comunidad judía de la ciudad ante la perspectiva de que los alemanes los fusilaran a todos como represalia. Para entonces, cuenta su hija y biógrafa Amira Hass, los judíos de toda Europa ya eran conscientes de que los alemanes los asesinaban donde quiera que los encontrasen; no obstante, Hannah pensó que, si sobrevivía incorporándose al maquis, no podría soportar durante el resto de su vida que debía la supervivencia a la muerte de ese pequeño grupo de judíos. Hanna experimentó en ese momento un sentimiento de pertenencia a una comunidad específica, más allá de los límites familiares y vecinales, que, como muchos otros judíos europeos, no había sentido nunca antes. El resultado de esta decisión es que fue detenida en febrero de 1944, encarcelada y a finales de junio de ese año transportada a Bergen-Belsen de donde tenía la certeza de que no volvería nunca.

Este campo de concentración está grabado en la memoria por una muy difundida filmación documental en el que se ven prisioneros esqueléticos que pululan entre pilas de cadáveres y excavadoras pilotadas por soldados británicos que los entierran en fosas comunes. Fue el lugar donde murió Ana Frank y, entre otras miles de personas, Hélène Berr, una escritora menos conocida pero autora de un hipnótico diario bajo la ocupación nazi de Francia. Bergen Belsen no era un campo de exterminio sino, en la endiablada clasificación nazi de la industria de la muerte, un llamado campo de tránsito al que en los últimos meses de la guerra los alemanes llevaron prisioneros judíos de otros campos y cárceles, evacuados ante la proximidad de los ejércitos aliados con el vago fin de que sirvieran como moneda de cambio en una hipotética negociación para evitar represalias tras la rendición. La consecuencia de esta estrategia de acumulación de individuos depauperados que multiplicó la población del campo por ocho o diez fue un incremento exponencial de la hambruna y de las enfermedades, sobre todo tifus, que llevó a la muerte a unas cincuenta mil personas.

Hanna enfermó de tifus pero, por uno de esos designios ininteligibles de la burocracia nazi en una situación caótica, fue evacuada en un grupo de siete mil judíos hacia el campo de Theresienstadt, en Checoslovaquia, a donde los transportaron en un tren obligado por las circunstancias de guerra a hacer frecuentes paradas que los prisioneros aprovechaban para saltar del vagón en busca de patatas y hierbas con las que alimentarse. En una de estas escapadas, que aprovechaban la falta de celo de los guardianes, Hanna oyó a un grupo hablar en serbocroata y llena de alegría  se acercó a ellos para descubrir que sus compatriotas retiraban la mirada ante su aspecto famélico y los andrajos que la delataban, y sintió, de alguna manera, que sus compatriotas habían dejado de reconocerla como tal. En otra parada posterior, el tren partió sin ella y se vio formando parte de grupos de ex-prisioneros y refugiados de todos los países de Europa que compartían un único objetivo, aunque fuera distinto para cada uno: volver a casa.

Encontró a un grupo de obreros italianos, antiguos deportados por los alemanes para trabajos forzados en cuya camaradería encontró el primer atisbo de la humanidad recuperada. Las primeras comidas decentes, las primeras noches bajo techo, revivieron la idea de un mundo solidario, una humanidad igualitaria, sin fronteras ni discriminación. En Dresde este grupo robó un tren –un vagón y una locomotora- para volver a casa. El suceso es casi idéntico al que cuenta Primo Levi en La Tregua, su crónica del azaroso etorno a Turín desde Auschwitz, si bien en este caso la ciudad donde tuvo lugar la confiscación del tren fue Múnich y el destino de los jóvenes que llevaron a cabo la operación era Génova donde tomarían un barco para Palestina. Esta coincidencia de anécdotas revela la ensoñación de un mundo sin fronteras y libre de constricciones del que formaba parte el sionismo, convertido ya en la ideología hegemónica entre los judíos europeos. Hanna Lévy, que no era sionista, como tampoco lo fue Primo Levi, tardaría poco en comprobar por qué.

De vuelta en Belgrado, trabajó para el nuevo gobierno yugoslavo como traductora en la radiodifusión estatal y este periodo de estabilidad le permitió observar qué y cuánto había cambiado su posición en la sociedad. Durante la guerra, los países ocupados por la Alemania nazi habían registrado un gran sufrimiento pero, al mismo tiempo, habían colaborado, ya sea de forma activa o pasiva, en el exterminio de las comunidades judías. Por ende, necesitaban reavivar mitos que ensalzaran el valor y el heroísmo nacionales para reagrupar a las poblaciones alrededor de los gobiernos reconstituidos. Volvían, pues, los nacionalismos, que habían provocado las dos grandes guerras del siglo. En este contexto, el Holocausto no traía más que sentimientos de debilidad, cobardía y vergüenza. En el mejor de los casos, los europeos se negaban a aceptar la especificidad de la tragedia judía en el marco de la destrucción de vidas que había ocasionado la guerra; en el peor, negaban la realidad del Holocausto, y un paso más allá, atribuían a los judíos la responsabilidad de su suerte. El paradójico resultado es que el antisemitismo se había incrustado en la genética europea y los primeros que lo descubrieron con estupor fueron los supervivientes de los campos, que no eran bienvenidos cuando volvieron a casa. Hanna Lévy tuvo ocasión de experimentarlo cuando un colega le dijo que ella era una huésped de Yugoslavia o cuando visitaba un apartamento que quería alquilar y la casera le señaló una ventana y le dijo en tono indiferente: desde esta ventana veíamos cómo se llevaban a los judíos.

Este rechazo insidioso y latente del nuevo entorno, después de haber perdido a sus padres y a cuatro hermanos en los campos de exterminio, la empujó a emigrar a Palestina, a donde llevó  su fe y voluntad de lucha por una revolución socialista que trajera un mundo en paz, sin fronteras ni desigualdades. La misma migración masiva a Palestina, procedente de todos los rincones de Europa, favorecía este vívido espejismo. La creación material del estado de Israel fue obra de socialistas y tuvo en el kibutz, la granja colectiva, su icono reconocible. Los  árabes de Palestina eran invisibles como lo habían sido los judíos unos años antes en Europa. Una vez más, se estaba creando esa especie de burbuja vacía que se llena con la imaginación nacionalista. Hanna Lévy comprobó que la memoria del Holocausto también estorbaba en Israel. Los colonizadores, empeñados en la conquista del territorio y en doblegar la resistencia de los nativos, despreciaban el espíritu de gueto que había llevado a los judíos al matadero y la mera supervivencia del infierno de Auschwitz o Bergen Belsen no era garantía de ser un buen israelí. Los acogían, sí, pero sin alharacas ni privilegios: aquí se viene a empuñar el arado y el fusil. Solo en los años sesenta, tras la novelesca captura de Adolf Eichmann y su juicio y condena a muerte en Jerusalén, los israelíes aceptaron el Holocausto como la justificación moral del país. Todos los mitos nacionalistas tienen en su origen el recuerdo de una derrota histórica de la que la nación resurge al construirse. ¿Y qué mito puede ser más hipnótico que un pueblo que brota de las cenizas de sus ancestros para proteger a sus hijos de la muerte?

Hanna Lévy estuvo afiliada al partido comunista apenas desembarcó en Haifa, lo que no hizo que su vida fuera más fácil porque en el mapa de la guerra fría Israel estaba en el campo occidental y enfrentada a la Unión Soviética; no obstante, llevó una existencia entregada al activismo, reuniones, panfletos, manifestaciones y la convicción de que el primero de mayo es la fiesta más importante del año. Pero braceaba contracorriente. Israel no era el germen de una utopía igualitaria y el partido en el que militaba resultaba un corsé opresivo e inoperante. A finales de 1982, cuenta su hija Amira, tenía setenta años e hizo de nuevo las maletas y abandonó Israel para volver a Europa en un viaje sin destino. Lo hizo unas semanas después de que las milicias cristianas libanesas con la inspiración y bajo la protección del ejército israelí perpetraran una matanza de miles de palestinos refugiados en los campos de Sabra y Shatila. Desde entonces, su oposición al gobierno israelí, siempre que tenía la oportunidad de expresarla, incluía la demanda de que el Holocausto no fuera manipulado cuando los dirigentes sionistas incorporaron a su argumentario la abyecta patraña de que tuvo su origen en Palestina.

Todos mis mundos se han venido abajo, resumió Hanna Lévy al final de su vida en 2000: la comunidad sefardí de Sarajevo y el judaísmo europeo en el que se crió y al que se sentía pertenecer; Yugoslavia, la república plurinacional a la que entregó su patriotismo juvenil; Israel, cuya esperanza se torció en una guerra interminable, y el socialismo, cuyo declive advirtió mucho antes de que se desplomara la Unión Soviética. Todos devorados por el nacionalismo. El viejo piensa que es difícil no compartir la decepción de Hanna, pero al mismo tiempo se siente agradecido y reconfortado por la lectura de su vida en esta tarde de primavera revuelta que parece dar la razón al poeta, ya saben aquello de, April is the cruelest month, etcétera.

(*) Adania Shibli es una escritora palestina, a la que la feria del libro de Frankfurt iba a entregar el premio Liberaturpreis por su novela Un detalle menor, pero la entrega fue cancelada en el contexto de la condena de los responsables de la Feria al ataque de Hamás sobre la población israelí ocurrido unos días antes y que dio lugar a la represalia sobre Gaza, que aún no ha concluido.