Una manera de la contar la historia es que la fundación de la unioneuropea se debió a que Francia no quería ser invadida otra vez por Alemania y Alemania no quería ser derrotada una vez más por Francia. El grupo fundacional del club incluyó a los países del Benelux, el corredor atlántico por el que van y vienen todos los ejércitos que recorren Europa desde la invasión de los bárbaros y la caída del Imperio Romano y también al país heredero de esta marca, Italia, ese país larguirucho que tiene la cabeza incrustada en el corazón cultural y económico del subcontinente y los pies a remojo en el somnoliento Mediterráneo. La suma de todos los socios primigenios componía una fuerza económica formidable, dilapidada en dos guerras sucesivas, o tres, si se tiene en cuenta la franco-prusiana, y contenía en su territorio la simbología y el glamur del sueño que predicaban los europeístas románticos como Víctor Hugo. La geografía de la Europa fundacional no incluía Madrid, Lisboa, Varsovia, Praga o Estocolmo, y así hasta veintisiete que vendrían después, y que ayer votaron, cada uno con su cadaunada, como decimos por aquí, con los resultados sabidos.  

Lo más relevante no es que haya ganado la derecha porque Europa es naturalmente una noción conservadora sino que haya eclosionado la fuerza sobre cuya derrota se construyó el edificio de la bandera azul estrellada, y que esta eclosión se haya producido en el corazón fundacional de la Unión. En Italia, una descendiente política de Mussolini; en Alemania, un partido cuyos líderes lavan la memoria de las SS, y en Francia, la fuerza que representa al país chovinista, petainista y xenófobo. Este último es probablemente el caso más inquietante porque sin Francia no hay Europa que valga y madame Le Pen ha volteado al glamuroso tinglado liberal de monsieur Macron, autoinvestido pontífice del europeísmo cuqui.

La unioneuropea, como cualquier constructo político, se lleva a cabo con una combinación de mitos y prácticas. En este caso, el mito iba en contra de la práctica. La retórica de que la era el fruto del consenso de conservadores (en realidad, democristianos), socialdemócratas y liberales, primaba a fuerzas en declive y dejaba fuera de este universo mental a importantes bolsas de población, en ocasiones países enteros, que no participaban de estas culturas, y se guiaban más bien por ideologías nacionalistas y populistas de diverso signo, las cuales han engordado por la misma práctica de la unión: un ordenancismo administrativo y económico sin un referente político claro y que en cada caso parecía servir a los intereses de los más poderosos. Es posible que esto no fuera así pero no hay duda de que se lo parecía a mucha gente, armada solo con un dispositivo móvil y abierta al torrente de ocurrencias que surca las redes sociales. Un ejemplo casero: el sociópata Alvise Pérez ha arramblado ochocientos mil votos y tres escaños en Estrasburgo con una papeleta de título nihilista tomada del rock: Se acabó la fiesta.

La crisis financiera, la pandemia y la guerra de Ucrania con el consiguiente disloque de los mercados, que durante quince años se han sucedido como las plagas de Egipto, han cristalizado el descontento. Ya es imposible negar que el gorila está sentado a la mesa, lo cual comporta obligaciones recíprocas: él tendrá que dejar de gruñir y aprender a hablar y los demás tendrán (tendremos) que aceptar algunas de sus propuestas para no tensar el conflicto; por ejemplo: comer los plátanos con piel, cosa absolutamente prohibida ahora por las directivas de Bruselas.  

A su turno, la izquierda se ha convertido en una fuerza resistencial, como les gusta a los izquierdistas más cafeteros, que ocupa algunas plazas y deja flecos de todos los colorines en el teatro de operaciones; en la variedad está el gusto. Probablemente, tendrá que darle una pensada a su estrategia, pero eso será más tarde.

En España el europeísmo no está en cuestión. Los españoles seguimos siendo desesperadamente europeístas porque no nos fiamos de nosotros mismos. Dos tercios de los votos emitidos son europeistas sin duda posible, si sumamos la derecha y la izquierda. Pero tenemos nuestro propio folclore. Las elecciones de ayer han sido el enésimo episodio de las aventuras de el correcaminos y el coyote, en la que, como todos los niños saben, don Sánchez escapa a la trampa que le pone don Feijóo. Piii piii. A ver cuándo don Sánchez deja de correr, que nos tiene con la lengua fuera y ya no tenemos edad, y don Feijóo aprende inglés, y sobre todo algunas maneras. ¿A quién se le ocurre que es un gesto de simpatía hacer que la finísima doña Ursula von der Leyen coja con sus propias manos a un pulpo para echarlo al puchero de agua hirviendo? ¿No sabe don Feijóo que el pulpo es un animal muy inteligente y afectuoso? Quizá si los comiera menos y les consultara más tendría más suerte con el correcaminos.