La atribulada Europa ha encomendado a un banquero el diseño de su futuro, lo cual es congruente con el espíritu de este tiempo pues, de la tríada de poderes –armas, religión y dinero- que gobierna la humanidad desde que la pequeña Lucy se irguió sobre sus patas traseras, el dinero es ahora mismo el poder hegemónico. Esto lo ha comprendido hasta un personaje tan rudimentario como Putin, que, a pesar de sus continuos recursos a las armas y a la religión para sus fines de gobierno, ha terminado por poner a un economista que no hizo la mili al frente del ministerio de la guerra, dicho en orwelliano.
Don Mario Draghi es el banquero elegido por los gobernantes europeos para que nos ilumine el futuro: un financiero de alto coturno con experiencia política en el pilotaje del gran dinero cuando arrecia la galerna y amenaza con vaciarnos los bolsillos, ay. Don Draghi es un benefactor en el paisaje dickensiano en que se está convirtiendo Europa. Podría haber terminado de presidente de la comisión europea si monsieur Macron no hubiese sido vapuleado en las elecciones del pasado día 9 y no las hubiera ganado la derecha alemana, el piloto natural de la ué, que pondrá al timón otra vez a santa Úrsula con el apoyo de socialdemócratas y liberales.
El banquero Draghi ha hecho, no obstante, los deberes y ha redactado el diseño de futuro solicitado por las autoridades europeas, que se resume en un documento de seis páginas y 2.622 palabras con el arriscado marbete de Un cambio radical. Podría inducir a la creencia de que se trata de una inquietante y perturbadora profecía, pero los banqueros nunca juegan con las emociones negativas de la clientela. Estarían apañados si fuera así. Al contrario, es una propuesta suavemente redactada y tallada por una finísima navaja de Ockham en la que exhorta a la convergencia de los recursos de Europa a fin de construir una entidad política y económica que pueda competir con los monstruos del presente y del futuro previsible, Estados Unidos y China (Rusia no se menciona). A este fin se requieren dos condiciones: la creación de unidades industriales de escala y el dominio sobre la totalidad del proceso productivo de bienes y servicios, desde las materias primas a la comercialización final. Lo cual significa la necesidad de acabar con la competitividad interna de los países de la ué; ahí reside lo de cambio radical.
Bueno, parece razonable, hasta que el lector advierte que el banquero Draghi está hablando de una fortaleza europea, no solo capaz de competir en el mercado global sino, en último extremo, también de guerrear con sus gigantescos adversarios, sean hipotéticos, potenciales o reales, eso al gusto. El lector descubre este sesgo por la frecuencia con que la palabra defensa aparece en los seis folios. Un simple análisis cuantitativo sobre la repetición de palabras clave en el texto nos dice lo siguiente: defensa aparece 9 veces, e industria, que engloba a la industria de defensa, 10. Para el resto de palabras significativas, el cómputo es: competitividad, 8; reglas del juego, 4; energía, 4; clima y climático, 2; tecnologías, 3; cooperación, 1; paz, 0.
Estamos, pues, ante un proyecto de compactación europea sobre la base de la guerra. En cierto momento de la argumentación don Draghi lo dice explícitamente: En última instancia, tendremos que lograr la transformación de toda la economía europea (…) El primer hilo conductor es la posibilidad de beneficiarse de la economía de escala. Nuestros principales competidores aprovechan el hecho de ser economías de tamaño continental para generar economías de escala, aumentar la inversión y captar cuota de mercado en los sectores en los que más importa. En Europa tenemos la misma ventaja natural de tamaño, pero la fragmentación nos está frenando. En la industria de defensa [sic], por ejemplo, la falta de efecto de escala está obstaculizando el desarrollo de la capacidad industrial europea (…) Esta diferencia se debe en gran parte a que el gasto en defensa [sic] de la Unión Europea está fragmentado (…) Para hacer frente a las nuevas necesidades de defensa y seguridad [sic], tenemos que intensificar nuestras compras conjuntas, aumentar la coordinación de nuestro gasto y la interoperabilidad de nuestros equipos, y reducir sustancialmente nuestras dependencias internacionales.
No es discutible que la industria de guerra es un potentísimo dinamo de la economía productiva (y de la deuda pública, deberíamos añadir) y que la militarización cohesiona a las sociedades, si previamente han sido llevadas a la percepción, real o inducida, de una amenaza colectiva lo bastante grave. Pero está por ver cómo se supera la suma de nacionalismos que constituye la ué, cada uno de ellos con su propia historia, su visión del mundo que le rodea y su repertorio de amigos y enemigos. No es fácil que los europeos, así, a mogollón, vayan a dejarse seducir por la lógica de las palabras finales de la propuesta de don Mario Draghi: Nuestros rivales nos están robando terreno porque pueden actuar como un solo país con una sola estrategia y alinear todas las herramientas y políticas necesarias tras ella.
Claro que un banquero nunca se deja sorprender ni amedrentar por pejigueras, y advierte: Y si llegamos a la conclusión de que esto no es factible, en casos concretos, deberíamos estar dispuestos a considerar la posibilidad de seguir adelante con un subconjunto de estados miembros. Es decir, volveríamos a las alianzas, ejes, mancomunidades y demás formas de acuerdo de circunstancias entre estados nacionales dispuestos a imponerse y fastidiar al vecino. ¡Esa sí es Europa, la única que conocemos! El viejo y querido tribalismo de morriones emplumados y casacas esmaltadas de medallas heroicas.