En busca de entretenimiento vespertino en el inabarcable repositorio de las plataformas digitales, el viejo encuentra una peli de Sidney Lumet que no había visto o había olvidado, términos sinónimos cuando se llega a cierta edad. La cara de Henry Fonda, que ilustra la carátula de la oferta, le decide. Punto límite es una producción de 1964 asombrosamente semejante a la mucho más famosa ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú de Stanley Kubrick, realizada el mismo año.
La historia es la misma en las dos pelis: un fallo en la cadena de decisiones programada en caso de ataque nuclear lleva a un escuadrón norteamericano de aviones de bombardeo cargados con cabezas nucleares a atacar Moscú. Lo que está diseñado como un mecanismo de defensa se convierte en una agresión imprevista. El ataque no puede ser detenido porque, a partir de cierto momento de la operación –el punto límite-, las aeronaves cortan las comunicaciones con sus bases para evitar interferencias del enemigo y deben actuar con arreglo a las órdenes previstas, que llevan consigo en sobres sellados. Los escenarios de la historia, el atrezo tecnológico y los personajes también parecen gemelos en las dos pelis. Militares y civiles de alto rango que discuten en una situation room sobre la guerra y la paz, sus probabilidades y consecuencias, bajo un gran tablero que muestra mediante puntos luminosos, como en un videojuego, el avance de los aviones hacia el objetivo y la inminencia del fin. La progresión dramática discurre por dos hilos entrelazados: la conversación telefónica del presidente norteamericano con su homólogo ruso, forzados ambos contra reloj a evitar la catástrofe, y el hipnótico lenguaje de las pantallas y cuadros de mando que anuncian la cercanía del apocalipsis. En una circunstancia en la que la conversación humana está carcomida por la desconfianza y la mala fe, las máquinas hacen el trabajo para el que han sido programadas. Las dos historias tienen el mismo final, trágico en Lumet, lírico en Kubrick: la humanidad sepultada bajo una lluvia de bombas atómicas.
Lo que distingue a los dos cineastas, aparte de otras consideraciones de estilo, es el tono de sus obras. El del primero es dramático, como extraído del gran teatro realista; el del segundo es cómico, una tira de tebeo. Los personajes de Lumet actúan según sus convicciones y como les dicta la experiencia y la razón; los de Kubrick son universalmente idiotas, poseídos por discursos delirantes. El mismo profesor chiflado, partidario de una guerra nuclear, que lleva en el bolsillo las soluciones para la supervivencia de los vencedores, aparece en las dos películas y en la de Lumet, interpretado por Walter Matthau, es un tipo antipático carente de la desternillante vis cómica de su gemelo ideado por Kubrick, que interpreta Peter Sellers. Sin embargo, la figura del presidente de Estados Unidos es en las dos películas un personaje dialogante, sensato, templado e impotente para resolver el caos en el que está inmerso y del que, en último extremo, es responsable. Es como si ambos cineastas hubieran convenido en distinguir el icono presidencial de la ciénaga sobre la que gobierna. No es seguro que una decisión así fuera creíble después del debate Biden-Trump.
Que dos filmes tan idénticos fueran rodados el mismo año nos recuerda el unánime clima de ansiedad y pánico que presidía la guerra fría en su momento más álgido. Hoy, una película semejante carecería de verosimilitud aunque los artefactos nucleares han aumentado exponencialmente y la amenaza de su uso se ha diversificado y aparece casi cada día aludida en los medios. Hay quizá tres razones que explican esta relajada actitud. La primera es el descrédito de las élites políticas que actúan como si no hubiera un mañana en un mundo plagado de amenazas, climáticas, alimentarias, energéticas, etcétera, en el que la amenaza atómica ocupa el último lugar: ya nos engañaron una vez con la armas de destrucción masiva de aquel tipo del bigote, Sadam Hussein. La segunda razón es que la actitud del profesor chiflado ha dejado de ser marginal y ha sido adoptada por el común: todos (menos los ucranianos y los gazatíes) somos winners y sobreviviremos a cualquier perturbación de la fuerza, como diría el maestro jedi. Por último, estamos conectados a internet y hasta el más pringado dispone de una cacharrería digital infinitamente más sofisticada que la que aparece en esas pelis, y tanto nos da que los puntos luminosos de la pantalla sean misiles rusos o un virus inventado por un hacker de Logroño.
El viejo se siente complacido por estas conclusiones y, terminada la emisión de la peli, toma un yogur, se cepilla los dientes, se acuesta y se duerme como un lirón soñando que una deflagración lo convierte en una nube de bits mecidos por el ondulante vals de los algoritmos.
Hollywood había jugado antes, con menos brillantez, al final nuclear del planeta: OnThe Beach, que creo recordar que se llamó e España La hora final. Al menos Gregory Peck pasa sus últimos días con Ava Gardner, no la peor forma de despedirse de la vida. Es de 1959. Antes, Aldruch realizó un thriller que terminaba, creo, con la explosión definitiva, El beso de la muerte o similar.