Quizá el fenómeno político más intrigante de este tiempo es la fascistización -¿cómo llamarlo si no?- de la derecha. (El ocaso de la democracia, sobre un libro de Anne Applebaum)

Las extremas derechas europeas no se definen como fascistas. Son movimientos que buscan una legitimidad democrática y se dicen respetuosos con las instituciones de la democracia liberal, pero no los podemos analizar, definir e interpretar sin compararlos con los fascismos clásicos. (Enzo Traverso, historiador).

Lo más llamativo de las pasadas elecciones en el Reino Unido no es la arrasadora victoria de los laboristas porque alguna vez tenía que ser después de catorce años de pifias conservadoras  y de cinco primeros ministros pifiándola, desde el veleidoso David Cameron hasta el sufrido Rishi Sunak pasando por el inagotable payaso Boris Johnson y las olvidables Theresa May y Elizabeth Truss. No, el dato más significativo e inquietante que han ofrecido las urnas es el ascenso del neofascismo británico, que después de siete intentos ha llevado al parlamento a Nigel Farage, el profeta airado del bréxit, y con él a tres conmilitones más. Los desechos de tienta vuelven al coso. En términos de proporción de voto, el partido ultra es la segunda fuerza del país y, si no ha conseguido más escaños es porque el sistema electoral mayoritario ha favorecido el tsunami laborista. Naturalmente, los neofascistas han extraído su fuerza del silo de votos tradicionalmente conservador.

El partido conservador británico es menos un constructo político que un hecho de la naturaleza, en armonía con la campiña inglesa, las mansiones rurales, los jueces con peluca de crin de equino, Oxbridge y el férreo clasismo social que se extiende hasta la fonética del inglés, todo bajo la férula de una pesada monarquía de gran pompa y circunstancia. La consigna más revolucionaria que haya dado la oposición socialista se debe a Tony Blair cuando proclamó a lady Diana Spencer, fallecida en una de sus correrías sentimentales, princesa del pueblo. El conservadurismo británico pasó la prueba de la respetabilidad política en los años cuarenta del siglo pasado cuando Winston Churchill asumió el mando de la lucha contra Hitler y Mussolini en un momento en que las derechas del continente se habían rendido al fascismo.

El fragor de la batalla que vino después hizo olvidar que en Inglaterra también hubo un partido fascista, que desfilaba con sus correajes y botas a las órdenes de Oswald Mosley, un landlord de la baja nobleza partidario de la rendición de Gran Bretaña y de su alianza con la Alemania nazi, una simpatía compartida con el duque de Windsor. Mientras duró la guerra Mosley estuvo encarcelado por razones obvias pero cuando concluyó la contienda volvió a las andadas y recreó un partido inequívocamente fachoso que postulaba la creación de la ¡unión europea!. El chiste radica en que, en aquel momento de posguerra, todos los británicos sin distinción de clase y condición identificaban, no sin buenas razones, la noción de Europa con el fascismo, y esta reticencia hacia el continente y sus maneras políticas ha condicionado tanto su pertenencia como su salida de la .

La clase dirigente británica, con su característica displicencia y su alto sentido de la propia excepcionalidad dio en el siglo pasado un ramillete de personajes novelescos muy entretenidos, desde los cinco de Cambridge, que espiaron para la unionsoviética, hasta las hermanas Mitford, dos de las cuales, Diana y Unity, fueron desmelenadamente fascistas. Diana Mitford fue amante de Mosley y Unity estaba locamente enamorada de Hitler al que visitó y con el que se hacía ver en público, e intentó suicidarse cuando el gobierno de Londres declaró la guerra a su ídolo. No obstante, tuvo más suerte que millones de soldados y civiles bajo las bombas porque fue repatriada desde Alemania con todo esmero, como si la guerra no fuera con ella.

De este destilado del pijerío británico salieron los promotores del bréxit, a los que ya había allanado la pista de despegue el frenético liberalismo económico impuesto por Margaret Thatcher, una plebeya arribista empeñada en demostrar a los remilgados varones conservadores que ella podía hacerlo mejor y, sobre todo, darles órdenes. Lo consiguió, sin duda, al coste de descoyuntar a la sociedad británica y quebrar el imaginario en que se asentaba el conservadurismo tradicional. Sus herederos se sintieron autorizados a romper con la unioneuropea para el tomar el control de Gran Bretaña y los herederos de estos se han convertido al fascismo, como sus homólogos en el continente, donde ya se registran movimientos en relación con el hitler de esta época, Vladimir Putin.

El húngaro prorruso Viktor Orbán visita a Putin para hacerle una carantoña y el voxiano español Santiago Abascal se suma (la división azul) al partido de Orbán (Miklós Horty), mientras Giorgia Meloni queda descolocada en el ajedrez neofascista, como ya le ocurriera en ocasiones a Mussolini. Veremos qué nos deparan mañana las urnas de Francia, donde el candidato favorito es un heredero del mariscal Pétain.