¡Viva Francia!, tuiteó el comisario europeo italiano y socialdemócrata Paolo Gentiloni apenas se conocieron los resultados, saltándose el protocolo de discreción que se imponen las instituciones comunitarias en estos negocios. Entusiasmo en París, decepción en  Moscú, alivio en Kyiv, me vale para sentirnos felices en Varsovia, declaró Donald Tusk, ex presidente del consejo europeo y líder de los liberales europeos. Y nuestro don Sánchez Optimus Maximus, siempre en cabeza: esta semana dos países han seguido el camino que eligió España hace un año.

Es imposible no compartir este eufórico estado de ánimo ante el resultado de las legislativas francesas, así que ¡viva Francia! donde una amplísima mayoría del censo ha frenado la escalada del fascismo hasta el punto de que, si los ganadores en las urnas juegan bien sus cartas, han frustrado para siempre las ambiciones de madame Le Pen. Lo que esta correosa lideresa representa es parte constitutiva del mapa social y político de Francia y de Europa, y no desaparecerá. Lo que se trata es de que permanezca como un mal sueño: un fantasma inevitable en la mansión familiar, que nunca llega a apoderarse de la realidad. Ahora mismo había un sentimiento generalizado de que podía ser así, lo que explica la movilización del electorado francés para impedirlo y el buen sentido de los partidos republicanos y democráticos que han sabido renunciar a sus siglas en la segunda vuelta a beneficio del partido antifascista mejor situado en la primera. El efecto de esta táctica -casi improvisada porque la convocatoria a elecciones del presidente de la república fue repentina e inesperada, incluso para los suyos- ha sido fulminante para el descalabro de Le Pen.

Ahora toca gestionar la victoria de los buenos sin pifiarlo más que lo justo, y en este punto de la homilía, debemos tener en cuenta un par de consideraciones. La primera, el presidente de la república conserva sus amplias prerrogativas de gobierno (inéditas en las demás democracias europeas) y de su decisión personal en la elección del primer ministro dependerá la deriva de los acontecimientos posteriores. Monsieur Macron, que se ha revelado como un líder aciago y es responsable del sindiós en que ha estado a punto de sumergir al país, sigue al mando. En un cierto sentido, su apuesta por las elecciones ha resultado exitoso, al precio de hacer evidente el rechazo de sus políticas entre la ciudadanía. En estas elecciones se resolvían dos cuestiones: el rechazo al neofascismo y la aceptación de la política dizque liberal pero claramente antipopular del presidente. Monsieur Macron ha ganado la primera apuesta y ha perdido la segunda.

No obstante esta evidencia, el cubileteo de candidaturas de la segunda vuelta ha dejado a su grupo en una airosa segunda posición (160 escaños), lo que quiere decir que tiene cierto margen para nombrar a un primer ministro de su cuerda que, dios y Macron saben cómo, podría ganarse sin que lo pareciera el apoyo parlamentario de los lepenistas (142 escaños) con los que tendría mayoría. De este modo, eludiría la siempre fastidiosa cohabitación con la izquierda y satisfaría las expectativas de su electorado. El mencionado Donald Tusk tiene otra sentencia al respecto: el problema de flirtear con la ultraderecha es que terminas por pensar igual que ellos. Quizá el verbo pensar sea demasiado refinado en esta circunstancia y cuadre mejor actuar. Que se lo pregunten a don Feijóo, que nadie sabe qué piensa pero cada dos por tres actúa como un voxiano. La distancia doctrinal entre la derecha tradicional y la ultraderecha es inexistente y solo en la brutalidad de los modos de esta última, que madame Le Pen se ha esforzado en pulir, se pueden discernir diferencias.

El verdadero cambio sería la formación de un gobierno de izquierda, que ha ganado con claridad las elecciones (182 escaños). El desarrollo de esta victoria, sin embargo, tiene algunas dificultades, externas e internas. Para empezar por las primeras, es difícil imaginar que un gobierno presidido por monsieur Mèlenchon contase con la confianza, no ya del presidente de la república sino de su grupo en la asamblea sin el cual no hay mayoría posible. Pero las dificultades para la izquierda están en su adeene. El nombre de la coalición, en primer término. Frentepopular es una etiqueta que esponja el corazón de la izquierda, que tiende a olvidar que las dos experiencias con ese nombre, en Francia y España, años treinta del siglo pasado, fueron sendos anuncios de una derrota descomunal para la izquierda y para los dos países. La franciainsumisa, la sigla dirigente de este conglomerado, está formada por los sospechosos habituales: comunistas, socialistas, ecologistas y una miríada de grupúsculos adheridos. Los españoles podemos hacernos una idea de lo que es esta formación si pensamos en el proyecto podemita; no por casualidad don Pablo Iglesias ha saltado con su agilidad felina característica para profetizar que si monsieur Mèlenchon no es primer ministro, volverá Le Pen.

Hay alguna diferencia significativa entre las circunstancias de España y Francia, sin embargo. Aquí, el partido socialista gana elecciones con su propia sigla; en Francia está machacado, vampirizado en 2016 por monsieur Macron para engordar su artefacto en marche!, hoy es un agregado en el conglomerado de la izquierda. En este combate de sumo en que se ha convertido la política europea, la izquierda multifacética no tiene aún peso suficiente para expulsar del tatami a la extrema derecha. Entretanto la izquierda francesa haría bien en contratar a don Sánchez como asesor porque, como sabemos, él también ha ganado las elecciones francesas.