Fue en los primeros años del siglo XIII, tiempos revueltos, como todos, cuando se registraron algunos movimientos migratorios procedentes de Alemania y Francia hacia el sur, con Roma o quizá Jerusalén como término. Al uso de la época, vinieron activados por un mandato divino: la aparición de alguna deidad cristiana al típico pastorcillo con un mensaje para el papa o algo así. Una expresión del malestar histórico, que se manifiesta en todas las épocas de una u otra manera. Hasta donde ha comprobado la historiografía académica, la llamada cruzada de los niños, que está envuelta en un aura de leyenda, estuvo protagonizada por unos pocos miles de migrantes de los que no todos eran niños, si bien eran llamados pueri por esa turbia mezcla de compasión y desprecio que ahora nos hace llamarlos menas. Muchos, claro está, murieron en el empeño y muchos otros fueron vendidos como esclavos a traficantes árabes pero podemos apostar a que alguno alcanzó su objetivo de bienestar y aceptación, no siempre plena porque los orígenes no pueden disimularse, como Lamine Yamal ahora mismo.

El azar ha querido que dos chavales, hijos de migrantes –el mencionado Lamine y Nico Willimas, nacido en la Rochapea, el barrio en el que se crió este escribidor, un respeto-, hayan despuntado en la victoria bajo la bandera en la que se envuelven los fascistas al mismo tiempo que estos creaban un aparatoso conflicto político so pretexto de la acogida a unas decenas de menores migrantes carentes de familia (mena es un acrónimo repulsivo, que normaliza, como se dice ahora, un delito de lesa humanidad).

Una nota previa: ¿han observado que los triunfos españoles en el deporte colectivo se ven siempre empañados por algún gesto de prepotencia de las élites dirigentes?, desde el obsceno besuqueo del presidente de la federación española de fútbol a una jugadora de la selección femenina ganadora del mundial hasta el aspaviento voxiano contra los niños migrantes a los dos días de que España llegase a la final de la eurocopa  con la participación decisiva de hijos de migrantes (a los que madame Le Pen, aliada de vox, quiere privar de la nacionalidad francesa).

Un rasgo definitivo del encanallamiento en que se encuentra la sociedad es que la cuestión de los menores migrantes se ha visto opacada por un efecto político grotesco: la gesticulación voxiana de romper con el pepé en los gobiernos regionales de los que formaba parte. Las primeras noticias de la operación, destinada a ser un golpe en la mesa, no se sabe con qué propósito, es que vox se ha roto alguna falange o se ha dislocado la muñeca, lo que no debería asombrarnos porque el boss de esta cuadrilla de salvapatrias es cortico en luces, como decían nuestros preceptores en los padres escolapios, y no todo el carisma consiste en calzar americanas dos o tres tallas más pequeñas. Pero la cuestión de fondo es que el futuro de un puñado de chicos y chicas inermes depende de los cabildeos de unos tipos bien alimentados y asentados que pelean por las prebendas de su carrera política.

El acto que ha desencadenado este alboroto es una de esas pamemas a que nos tiene acostumbrada la clase política: el reparto en centros de acogida de las comunidades autónomas  de menores migrantes procedentes de los sobresaturados centros en Canarias. La solidaridad, pues, no era con los migrantes sino con los nativos de Canarias, pero no se ha entendido así. La España vaciada y sus aledaños (566.424 kilómetros cuadrados, si exceptuamos Canarias y Cataluña, que se ha escaqueado) han acogido, previo acuerdo de pago, unos doscientos sesenta chavales de los más de cuatro mil que constituyen la sobrepoblación en los centros canarios donde los migrantes (6.000) triplican la capacidad de acogida diseñada para 2.000. Esta racanería vergonzante informa de lo arraigada que está la xenofobia predicada por vox, y quizá explica la machada de don Abascal. Cataluña, a su turno, ha pasado de este compromiso de acogida, no vaya a ser que la distraiga de su ensimismamiento. Quizá, los indepes, que no han conseguido su objetivo a la brava, piensen que lo pueden conseguir con paciencia, convirtiendo Cataluña en un país inhabitable para todo lo que venga de España.

Este mezquino incidente da noticia, no solo de la inhumanidad que gobierna nuestros actos, sino del gigantesco despiste que anida en nuestra visión del futuro. Las migraciones son el signo de este tiempo sumido en guerras y mutaciones climáticas, y obligan a estar atentos y ser porosos respecto al exterior (200.000 ucranianos están acogidos en España) porque convertirnos en una fortaleza no es una opción viable y España necesita acuerdos de fondo con los países del Mediterráneo meridional, lo que incluye la migración, cuya juventud y motivación es una fuente de riqueza para el país de acogida.

P.S. A ver si el desencuentro entre vox y el pepé en el interior de la coalición reaccionaria a cuenta de los menores migrantes va a tener más enjundia de la que parece. Dejaremos la respuesta para otro día.