El país más democrático del mundo siente una irresistible atracción por el magnicidio. Tiene cierta lógica: la democracia nos hace a todos iguales y la libertad nos permite pensar que el otro quiere arrebatárnosla, lo que adobado con una abundante provisión de armamento de guerra como parte del equipamiento doméstico de la población, que ocasiona más de veinte mil víctimas mortales anuales por disparos, sin contar las innumerables otras víctimas exteriores que el país provoca en los lugares del extranjero a donde quiere llevar la libertad y la democracia, raro sería que alguna bala no se dirigiera al presidente de la nación, que, por lo demás, es el tipo más protegido del mundo hasta el punto de que en el formulario que los viajeros han de rellenar a la entrada en el país se les pregunta si vienen con el propósito de asesinar al presidente, como si no tuvieran suficientes asesinos en casa.
Estados Unidos está en guerra civil y con el resto del mundo desde su constitución como nación independiente. Desde el asesinato de Abraham Lincoln (1865), que inauguró el gusto por los magnicidios, el buen pueblo norteamericano, nuestro guía y amigo en la democracia liberal, ha liquidado a tres presidentes más -Garfield (1881), Mckinley (1901), y Kennedy (1963)- y lo ha intentado con otros tres -Theodore Roosevelt (1912), Ronald Reagan (1981) y Donald Trump, ayer mismo-. La tele y las redes sociales nos han devuelto a la enésima versión del duelo de OK Corral. El malo, que empuñaba un fusil de asalto AR-15, el favorito para hacer efectiva la segunda enmienda de la constitución, fue abatido de inmediato y una persona resultó muerta en el tiroteo y otras dos heridas. Podía haber sido peor, habida cuenta el abigarrado público en el lugar del atentado y la cantidad de armas que salieron a la superficie en un momento, pero se ve que son profesionales los que las empuñan. Profesional es una categoría que tiene el máximo prestigio cuando se trata del gatillo.
Condenar el atentado, que suele ser signo de buena crianza cívica, resulta difícil en este caso porque asistes a una posible catástrofe y el primer pensamiento que te asalta es que las consecuencias no caigan sobre tu cabeza. La expresión iracunda y vengativa de míster Trump con el puño en alto cuando lo evacuaban de la tribuna donde recibió el disparo no es tranquilizadora. Si estás postulando una guerra como programa de gobierno, una herida de bala te da la razón y carga las pilas de tu gente. El general Millán Astray, héroe invicto, fue jefe del aparato de propaganda franquista y su argumento más contundente a favor de la sublevación, que terminó como todos sabemos, era la horrenda colección de heridas de guerra que exhibía en su cuerpo. El verboso don Miguel de Unamuno no pudo hacer nada contra este argumento en el paraninfo de la universidad de Salamanca, y otro tanto de lo mismo le va a ocurrir al titubeante míster Biden con su errática expresión de condena: No hay lugar para este tipo de violencia en Estados Unidos de América. El candidato demócrata, que ya ha dado muestras de no saber dónde tiene la mano derecha confundiendo a su vicepresidenta con su adversario electoral y al líder ucraniano con el líder ruso, ahora confunde el país que preside donde, según dice, no hay lugar para que alguien sea tiroteado por el vecino del otro lado de la calle. ¿Es que no ve la tele o en su defecto las pelis de Clint Eastwood? La pugna electoral para dilucidar quién gobernará el imperio más grande del planeta va a ser un duelo entre un matón con un balazo en la oreja y un discapacitado mental en el salón de Tombstone (Arizona). ¿Puede haber una fórmula mejor para estimular la esperanza?
El eco del disparo ha tenido un efecto aclaratorio sobre el último giro de guión de la política española: la aparatosa ruptura de vox y el pepé, que ha pillado desprevenidos a propios y extraños. Los que saben de la cosa han aventurado que la ruptura de la coalición reaccionaria ha sido una apuesta voxiana por el triunfo de Trump y la consiguiente descapitalización de la unioneuropea frente a Washington y Moscú, a beneficio de las élites nacionalistas y reaccionarias de los paisitos que la forman. Si esta hipótesis es correcta, don Abascal, al que aquí hemos llamado imprudentemente cortico en luces, ya había hecho los deberes desde que se presentó en sociedad. Es el primer político en democracia que reconoce orgullosamente que va armado con un revólver para defenderse de los enemigos de Ssspaña -los menores migrantes, ahora mismo- y ha postulado la difusión de armas entre la población para la autodefensa en sincronía con la publicidad de las empresas proveedoras de seguridad. Hace noventa años tuvimos una guerra civil por méritos propios y quizá ahora la tengamos por delegación. Ganas no faltan.