Western crepuscular es un término manido que la crítica de cine aplica desde hace décadas a las películas del oeste estrenadas digamos después de La diligencia (John Ford, 1939). El tópico es tan repetitivo que goza incluso de un artículo en wikipedia y puede aventurarse que responde a la necesidad universal de creer que el imaginario que representa la quintaesencia del imperio más grande del planeta no es tan salvaje como en realidad lo fue y lo sigue siendo. Pero no hay tal crepúsculo. The Wild West sigue siendo la matriz nutricia en la que se reconoce Estados Unidos, por la que se rige en casa y con la que ejerce su poder exterior, sea blando o duro. Un poder fascinante y repulsivo al mismo tiempo.
Quizá la muestra de western crepuscular más característica sea El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962) porque en él se narra un proceso contradictorio: la construcción de una nación basada en el derecho a la sombra de la leyenda que ensalza la barbarie: la ley cuya legitimidad y eficacia brota de un asesinato encubierto. El pacífico abogado que debe su ascenso social y político a la fama de que, en una ocasión definitiva, fue un pistolero letal. Pero ¿qué hubiera ocurrido si el asesino en la sombra no hubiera matado a Liberty Valance?
El pasado día 13, una numerosa audiencia necesitada de creer en leyendas asistió en Butler (Pensilvania) al remake de la peli de John Ford, pero esta vez el asesino oculto no mató a Liberty Valance. La actual reencarnación de este matón, como el creado por los guionistas de John Ford, ha amenazado a sus oponentes, ha inspirado el asalto a la asamblea democrática, ha intentado la manipulación de las elecciones y trabaja para los intereses de las élites adineradas, y lo hace a la luz del día, con ostentación y jactancia, como el malencarado personaje de la peli, que bien podría exhibir una cresta de color calabaza bajo su negro sombrero de cowboy. También su oponente en este duelo real -larguirucho, torpe y terco- parece una versión amojamada del abogado Ransom Stoddard (James Stewart).
Es muy probable que el asesino oculto en la peli y en la realidad tuvieran el mismo objetivo: entronizar la ley en un país dominado por la brutalidad de la conquista. Ambos son personajes solitarios pero difieren en todo lo demás, desde la talla física hasta la dimensión mítica. El asesino real del fallido atentado de Butler es un chaval enclenque, náufrago en el mar de los videojuegos y víctima del malestar reinante en una sociedad quebrada y atravesada de estímulos contradictorios. ¿Qué puede haber más confuso que un imperio planetario que intenta redefinirse a sí mismo? A su turno, el exitoso asesino del polvoriento pueblo cinematográfico de Shinbone es un gigante mitológico –terrateniente armado, esclavista y romántico-, que renuncia al mundo que ayudó a crear por despecho amoroso, ya que la adorable Hallie, a la que pretendía, ha preferido al sinsorgo y desarmado abogado. Era un tiempo en que las adorables muchachas rubias podían alterar el destino de los hombres que gobernaban el mundo; hoy, el Liberty Valance revivido es partidario de agarrarlas del coño para que hagan lo que tú quieras.
Pero el abismo que separa a las dos versiones de la leyenda difieren en un rasgo definitivo: la naturaleza del buen pueblo que asiste al drama y le da sentido. En la película, la gente que sirve de fondo a la historia es el repertorio humano característico del cine de John Ford: inocentes en su código de conducta, generosos con las debilidades de sus vecinos y decentes en el cumplimiento de sus deberes cívicos, además de aficionados al buen whisky. En este paisaje humano, Liberty Valance es un monstruo y el abogado Stoddard, la balsámica respuesta a las necesidades del pueblo. No es ocioso recordar que la película se produjo durante el mandato de John F. Kennedy, apenas unos meses antes de que la sociedad norteamericana perdiera la inocencia tras el magnicidio de Dallas y entrara en una década diabólica jalonada de crímenes, violencia y presidentes que, como Richard M. Nixon, convirtieron la mentira en una institución.
El público que asiste al intento de asesinato en Butler ha perdido la inocencia, es resentido, vengativo y está dirigido por la idea de que le han robado algo, que, por lo demás, no sabe describir qué es, quizá el empleo que perdió pero al que no volvería si se lo ofrecieran de nuevo. Décadas de disparos de fuego real o de ficción, en el vecindario, en el cine, en la tele, en los vídeos y demás artilugios, le han empapado la imaginación con una mezcla de nihilismo y conspiranoia. Cree en el efecto salvífico de un buen rifle en el armero de casa, pero también cree que está rodeado de una inabarcable legión de enemigos formada por inmigrantes mexicanos, comerciantes chinos, universitarios liberales, en fin, los mismos tipos que ocupaban el fondo apenas visible del coro en las pelis de John Ford pero ahora se han adueñado del primer plano. Ahora, quizá John Wayne estaría en el bando de Lee Marvin. No entenderlo así y una pizca de mala suerte le ha costado la vida a Thomas Matthew Crooks, el asesino en la sombra.