En la arquitectura institucional de Washington, el vicepresidente de la república es el taco de madera que sirve para que no cojee el sillón principal. Un adminículo invisible y en condiciones normales innecesario porque las funciones políticas ordinarias del vice son entre inapreciables y nulas. El cargo es tan irrelevante que ha estado vacante en numerosas ocasiones desde 1813. Para la mayor parte de los que lo han ocupado (todos varones blancos hasta la actual Kamala Harris) es el final de su carrera política. En contadas y accidentadas ocasiones el presidente sale de escena y el vicepresidente sube al podio y destaca por algo en el desempeño de su alta función. El anodino Harry Truman sustituyó al ciclópeo Franklin Roosevelt y para hacerse notar arrasó Hiroshima y Nagasaki; el pesado Lyndon Johnson sustituyó al grácil John Kennedy y dejó la contradictoria herencia de la extensión de los derechos civiles en casa y el arrasamiento de Vietnam en el extranjero; Gerald Ford, del que se decía que no era capaz de andar y mascar chicle al mismo tiempo, sustituyó al borrascoso Richard Nixon; el burocrático George Bush sénior heredó el predio del carismático Ronald Reagan, y el afanoso Joe Biden se hizo con la herencia mística de Barack Obama, pero lo normal es que los vicepresidentes representen un eclipse de luna que se renueva en cada ciclo electoral y la lista está plagada de nombres, algunos muy brillantes y otros no tanto, que compartieron el tránsito de prometedoras figuras a irrelevantes has been en un plisplás: Hubert Humphey, Spiro Agnew, Nelson Rockefeller, Walter Mondale, Dan Quayle (que polemizaba sobre política familiar con Murphy Brown, un personaje de ficción de la tele), Al Gore (que terminó su carrera pública paseando por el mundo con un power-point sobre la amenaza del cambio climático) o Dick Cheney, aunque este último, un matón temible, era más famoso y apreciado por los votantes del ticket republicano que el presidente nominal, el menguadico George Bush júnior.
Parece que el destino ha querido que las elecciones del próximo noviembre sean un momento estelar de los vicepresidentes. Hasta ayer, la pugna preelectoral estaba protagonizada por dos ancianos: el presidente en activo, víctima de un declive senil galopante, y el pretendiente, un delincuente convicto que no deja de pensar en que si llega a tener la cabeza inclinada cinco centímetros a la derecha ahora no estaría pensando en ello. Esta pelea de vejestorios era un signo de la decadencia del imperio. Pero el poder no se abandona nunca a sí mismo y siempre encuentra el modo de renovarse; en esta ocasión, la renovación está al cargo de los vicepresidentes, dos personajes que podrían enmendar la desviación de perspectiva que une a sus jefes con sus respectivos electorados.
Joe Biden es un conspicuo miembro del patriciado liberal, blanco y masculino que ha gobernado la nación desde sus orígenes, pero el azar histórico ha querido que tenga que dirigirse a un electorado donde los dos pilares antropológicos del poder –el género y la raza- están en cuestión cuando no en quiebra. La población urbana, joven e ilustrada, que constituye el núcleo duro del voto demócrata, es multirracial, feminista y partidaria de la autodeterminación queer. Este melting pot está impecablemente representado en Kamala Harris, a la que en un último y supremo gesto de soberbia autoridad imperial, el presidente saliente, que, como se sabe, chatea con el todopoderoso, ha señalado como sucesora. Y es probable que haya acertado por tres razones: una, porque su vicepresidenta encarna la idea que él mismo tiene sobre lo que debe ser la sociedad norteamericana; dos, por lealtad personal hacia una colaboradora que ha decidido permanecer en segundo plano para no obstaculizar su mandato, y tres, y más importante, porque cree que es la candidata más adecuada, más que él mismo, para enfrentar al trumpismo. Ya veremos qué opina el partido y después el electorado.
El desconocido J.D. Vance, entronizado candidato a la vicepresidencia en el ticket republicano, también es significativo por lo que representa. Soy de los vuestros, proclamó a la audiencia de la convención republicana, en el entendido de que vosotros, el pueblo fetiche del trumpismo, es la clase obrera blanca de Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Ohio, Minnesota y otros estados del llamado cinturón del óxido, desmantelados por la globalización. En este sentido genealógico, Vance (Middleton, Ohio, 39 años) corrige el despiste que significa que esta fuerza electoral la represente un plutócrata neoyorkino enriquecido en la especulación inmobiliaria y en el cubileteo financiero. El loco de la cresta color calabaza no tiene nada en común con el meditativo Walt Kowalski (Gran Torino, Clint Eastwood, 2008), enfrentado al declive de su mundo y a una doble crisis, económica y cultural, que envuelve la realidad en la que vive. Vance, al contrario que Kowalski, es un triunfador de esta crisis: el tipo que no se quedó en el porche de su casa bebiendo cerveza, lamentándose de sus vecinos asiáticos y contando chistes a sus colegas en el bar. Vance siguió al pie de la letra el argumentario neoliberal y se hizo rico en Silicon Valley y es en este momento en que los magnates de la era digital, Elon Musk y compañía, aceptan a Trump como su hombre para la Casa Blanca cuando el joven desconocido Vance es designado para la vicepresidencia. Quién sabe si Vance es la prenda del acuerdo sellado entre el trumpismo neoyorkino y la oligarquía digital de la Costa Oeste. Lo que sabemos es que ha sido un acuerdo de machotes. En el pasado, Vance dudaba de si Trump era un cínico imbécil como Nixon o el Hitler estadounidense, le calificó de opioide de la clase media y constató que era un agresor sexual en serie y una de las celebridades más odiadas y cretinas del país, a lo que Trump replicó muy propiamente diciéndole que le besara el culo, cosa que ha acabado ocurriendo.
Vance representa la revolución trumpista encarrilada. Las revoluciones de derechas se inician con gran aparato de aspavientos y amenazas, que, en situaciones de crisis, sintonizan con la desesperación de los derrotados y despojados y su deseo de que se hunda el templo con todos los filisteos. Esto vale para la toma del poder pero de inmediato hay que llegar a un acuerdo con el capital y una buena base para ello es garantizar a los empresarios rebajas de impuestos, subsidios a la producción, contratos del sector público, control de las demandas de los trabajadores y aranceles a las importaciones del exterior; un ramillete de medidas que encaja como un guante en situación de guerra, precisamente la guerra contra China.
En condiciones neutras de laboratorio no hay duda de que una competición entre Vance y Harris la ganaría el primero, pero en la realidad está ese armatoste disruptivo que es Trump y quién sabe si aún dará buena suerte a los demócratas.
Vance publicó hace unos años una autobiografía nivelada, lo que ahora llaman autoficción, que se convirtió en best-seller: Hillbillies, que podría traducirse por Aldeanos o Catetos. No la he leído pero empecé a ver la adaptación cinematográfica de Ron Howard, con el mismo título. La abandoné a la mitad, pese a Glenn Close, la abuela del futuro vive, y Amy Adams, la mamá drogadicta. Es una impostura sobre la fantasía nacional de que todo americano puede «cumplir su sueño», y un ejemplo de autocomplacencia solapada. Este Vance es muy listo
Hola, Conget. Espoleado por tu comentario vi ayer la peli a la que aludes (Hillbilly, una elegía rural, en Netflix). Es Mein Kampf en formato de manual de autoayuda. Entendí que la moraleja es: la sociedad es una jungla al margen del estado y la vida, una lucha por la supervivencia en la que la fortaleza del individuo reside en la manada originaria y mejor aún si en este núcleo familiar hay una matriarca con un revólver Magnum 44 en el bolso (hipnótica, como siempre, Glenn Close). La peli nos hurta la clave de cómo se pasa de la tribu y sus normas a la sofisticada clase dirigente del país en la que termina insertándose el asilvestrado protagonista: en ese punto ciego reside el pensamiento mágico de la historia y su radical falsedad. Lo que acojona es que un tipo lleve al gobierno de la primera potencia mundial los modos aprendidos en la tribu. Un abrazo.