Los juegos olímpicos de París empezaron el pasado viernes con una logomaquia, un entrecruzamiento de garrotazos verbales en el que los contendientes están inmovilizados en sus argumentos porque tienen las piernas enterradas en el lodo del lenguaje. Lo asombroso de esta bufonada es que compromete la totalidad de lo que pomposamente llamamos la civilización europea, y de ahí su encanto.
La autoridad competente encargó a un diseñador de eventos (un oficio tan peligroso como el de pirotécnico) los fastos de inauguración de los juegos y al tipo no se le ocurrió mejor idea para ilustrar la inclusión y el universalismo del acontecimiento con lo que parecía una representación de La última cena de Leonardo Da Vinci en la que los personajes consabidos habían mutado en drag queens, una modelo transexual y un cantante desnudo disfrazado del dios griego Dionisos, entre otras amenidades. De inmediato, los agitadores de guardia pusieron el grito en el cielo, y nunca mejor dicho.
Si decidimos inmiscuirnos en la gresca, podemos reconocer que, en efecto, es un despropósito utilizar un icono pictórico, universalmente reconocido como representación de un velatorio adelantado, donde la muerte es anunciada y prometida como puerta de la salvación, para presentar un acontecimiento que es la máxima expresión de la vitalidad y la salud humanas. La universalidad olímpica se detiene en los cuerpos de los y las participantes: musculados, ágiles y saludables en un grado que deja fuera a casi toda la humanidad. Cualquiera puede ser arrastrado al gólgota pero muy pocos, poquísimos, llegan a subir al podio. Ni siquiera la presencia de Dionisos en el cuadro, el dios griego de la ebriedad, es pertinente en un acontecimiento sustancialmente apolíneo.
Esta confusión iconográfica procede de la manía de encajar discursos de nuevo cuño en marcos convencionales y largamente aceptados. Las olimpiadas y los carnavales tienen sus propios ámbitos de expresión, lo que quiere decir que tienen sus propios disfraces y rituales. La igualdad étnica está aceptada en los juegos desde que la entronizó Jesse Owens ante Adolf Hitler y la igualdad de género topa con la pejiguera de que puede afectar a la constitución física de los participantes y en consecuencia al principio de igualdad de condiciones en la competición. En todo caso, ni la raza ni el género son materia de discriminación en la cancha o en la pista, como no lo es la nacionalidad, así que parece ocioso reclamarlas en la inauguración.
La escasa imaginación del artista y de quienes le han encargado la pantomima le ha permitido ignorar que la autoridad del catolicismo, la rama más numerosa de la cristiandad, descansa en la magnificencia de sus rituales y la grandiosidad de sus representaciones artísticas. Durante siglos, la iglesia de Roma ha puesto a su servicio toda la creatividad de las sociedades en las que gobierna y ha registrado su copyright. La moda woke de resignificar las imágenes del pasado no es su rollo. La última cena significa lo que siempre ha significado y no es material de repositorio de wiki commons. Así que la primera prueba olímpica ha sido una competición de argumentos teológicos. La medalla de oro ha correspondido a un tal Philippe de Villiers, que ha exclamado: Hemos representado ante el mundo entero el suicidio de Francia, así violada, herida, deshonrada. La cadencia tremolante de los adjetivos, típicamente francesa, recuerda el famoso discurso del general De Gaulle hace ochenta años por estas fechas: Paris outragé! Paris brisé! Paris martyrisé! Etcétera.
Al guirigay se han sumado la organización de los juegos con el latiguillo habitual en estos casos de pedir perdón a quién pudiera haberse sentido ofendido, también etcétera. Pero en esta época en la que a cada paso se nos pregunta a los humanos si somos o no un robot y en la que no hay manera de distinguir entre lo serio y lo bufo, lo real y lo representado, lo valioso y lo deleznable, bien puede ocurrir que todo el alboroto se basara en una premisa falsa. ¿Y si el autor del tableau vivant se hubiera inspirado no en Da Vinci sino en El banquete de los dioses griegos, pintado por Jan Hamensz en el siglo XVII? Palabras, palabras, palabras, dispuestas a convertirse en hechos.
Esa pasión del parisianismo de «avantguardia» de mostrar humanos de todos los sexos comprendido también, por supuesto, el del realizador del espectáculo. Con ellos, con los parisinos de «avantguardia», volvemos siempre al proverbio muy francés de que «Cuanto más alto trepa el mono, más enseña el culo»
Ja, ja. Muy apropiado el refrán para la ocasión. Un saludo.