Admiramos los acontecimientos en que la acción de un pequeño grupo determina el futuro de la historia: los trescientos (eran algunos más) de las Termópilas, los últimos de Filipinas, los defensores del Alcázar, los héroes de Rorke’s Drift, etcétera. Estas epopeyas en las que nunca tantos debieron tanto a tan pocos (Winston Churchill dixit) fueron marginales y tuvieron un efecto anecdótico en el desarrollo de la historia, pero ilustran sobre la apremiante necesidad de creer que, en ciertos momentos decisivos, el destino está en manos de unos pocos elegidos.
Una versión domesticada y camastrona de esta querencia épica son los procesos referendarios internos que llevan a cabo los partidos políticos para zanjar dilemas de cuya resolución quiere escaquearse la dirigencia del partido, la cual resigna así en la militancia su obligación de tomar decisiones. Luego, contadas las papeletas, si sale a, bien; si sale b, bien también, y todos contentos porque la democracia, como la sibila, ha hablado.
Ayer, 6.349 afiliados a esquerrarrepublicana decidieron el futuro de siete millones y medio de catalanes y, en consecuencia, de cuarenta y ocho millones de españoles, sin contar la salud de don Page, que está en un ay. Un rasgo característico de los referendos de nuestros días es que se ganan o se pierden por la mínima, así que, lejos de reforzar la autoridad de quien los convoca, evidencian su debilidad. Un resultado de 53,5 a favor frente a 44,8 en contra -quinientos cincuenta votos de diferencia-, si bien es inequívoco en términos binarios, también indica que podría haber sido al revés, sin que los promotores de la consulta, que han de gestionar el resultado, puedan saber por qué ha salido así y no asá, lo que devuelve la cuestión a la casilla de salida.
Lo que votó la militancia de esquerra (ni siquiera toda, porque un cuarto del total pasó del engorro y se quedó en casa o se fue a la playa) fue un expediente que en su mismo título ya es indescifrable: un preacuerdo para una reforma hacendística que instaurará una financiación singular para Cataluña. El efecto económico y político de este galimatías está por ver pero lo seguro es que ha entronizado al socialista don Illa como president de la generalitat: enésima reproducción del abrazo de Bergara, o, si se prefiere un poco más de grandeza, de la rendición de Breda en la que el indepe entrega al españolista las llaves del reino en medio de un bosque de lanzas enhiestas. Set para don Sánchez.
El cubileteo del fuero y el huevo es desde los albores del siglo XIX el procedimiento por el que el inacabado estado español resuelve las fervorinas que periódicamente aquejan a las regiones de arraigada tradición carlista, léase Cataluña, País Vasco y, por la parte que le toca, esta remota provincia subpirenaica. Fuero y huevo son términos incompatibles. La mejora del convenio hacendístico no zanja el afán de independencia; en todo caso lo mitiga y lo difiere. La financiación singular resuelve ahora mismo un problema serio de gobernabilidad, en Cataluña y en España, y quizá sea una respuesta pertinente al déficit de Cataluña, pero, sobre todo, liquida oficialmente el prusés y su mística, mitiga un dolor de muelas crónico hasta la próxima recidiva y quizá, con suerte, aplaque temporalmente la fiebre nacionalista de uno y otro lado. Quién sabe si los 6.349 votantes de esquerra no serán recordados en la leyenda como los héroes de agosto, cosas más raras registra la historia.
Pero, como no hay batalla sin bajas ni victoria sin mácula, don Puigdemont no podrá regresar bajo palio, así que todavía nos espera un poco de ruido.