Los vejetes no estamos especialmente impresionados por la cercanía de fin del mundo porque albergamos la extravagante creencia de que sucederá antes de nuestra propia extinción física y tendremos ocasión de comentar la pirotecnia del apocalipsis en el café de media mañana, como hacemos todos los días. El fin del mundo ha ocurrido otras veces en el pasado y nadie en la tertulia espera que el siguiente sea más sobrecogedor que la implantación de una cabeza de fémur de titanio o un discurso de don Puigdemont.
Pero ha de haber gente pa tó, como dijo el torero, y una congregación estimada en diecisiete mil adeptos en el país de los celtíberos se prepara para afrontar lo que definen, en jerga postmoderna, como el colapso del sistema, o dicho en coloquial, el gran apagón. Se llaman a sí mismos preparacionistas –preppers, en inglés, para que entendamos que lo suyo no es una aldeanada-, y los más avisados de entre ellos vienen observando de tiempo atrás las señales de lo que se nos viene encima: inundaciones e incendios que devoran regiones enteras, caídas del sistema informático que paralizan el tráfico aéreo, invasiones de medusas en las playas que provocan urticaria en miles de bañistas. El fin del mundo es esencialmente una actividad estival, aunque no necesariamente recreativa. Una pandemia o una guerra como las que nos visitan en los últimos años suceden en cualquier estación.
Los preparacionistas cumplen las dos condiciones típicas de un sectario: desconfían de las instituciones de la sociedad y creen firmemente que la salvación es un empeño individual. El movimiento crece a pasos agigantados impulsado por la actual coyuntura política y económica, se lee sombríamente en el artículo del periódico de extrema derecha que informa de tan amena noticia, según la cual los acumuladores de papel higiénico de los primeros días del confinamiento durante la pandemia han dejado de ser vecinos pasivos y diarreicos y se entrenan en competencias militares en tierra devastada. Los establecimientos expendedores de parafernalia militar brotan como hongos para un público que se amuniciona de paquetes de comida liofilizada y de ballestas para cazar conejos. El autor del artículo no puede ocultar el placer que le da informar de este asunto y su crónica resalta en negrita, llevan años acumulando bienes o desarrollando habilidades de supervivencia. Y, ya puestos, cada vez más países se plantean recuperar el servicio militar obligatorio (sic, resaltado en negrita también).
El viejo, que ha hecho la mili, se pregunta cómo se podría enfrentar el fin del mundo con unos paquetes de gambas liofilizadas y una trampa para conejos, por más embutidos que los preparacionistas estén en trajes de camuflaje y por más entrenamiento en talleres, simulacros y quedadas (sic) que hagan. Ah, caray, la respuesta está unas líneas más abajo. Los preparacionistas sobrevivirán al fin del mundo porque tienen un arma infalible: la mochila 72 horas. Esta impedimenta, que convierte a su portador en un superviviente en cualquier circunstancia, contiene: agua (72 litros, uno por hora) y alimentos para tres días; fuego, un mechero de pedernal, cerillas, yesca y material combustible para hacer una hoguera; luz para cuando haya oscuridad, una linterna y pilas; radio, para estar informado de lo que ocurre fuera de nuestro perímetro de visión; ropa de repuesto para asegurar una higiene personal adecuada; herramientas multiusos, la navaja suiza y los complementos que se requieran; utensilios de aseo, jabón, cepillo de dientes y dentífrico como mínimo; botiquín de primeros auxilios, que puede llevarse en una riñonera aparte y que debe contener aguja e hilo para suturar heridas, y por último, dinero, tarjetas de crédito y documentos de identificación personal. Los preparacionistas reconocen que esta valija quizá no sea suficiente y podrían necesitarse otros avíos adicionales para escenarios no estándares. La instrucción recomienda controlar el peso de la mochila, teniendo en cuenta que pesará menos a medida que pasen las horas sobre todo por el consumo de agua, así que esta debe reponerse en las fuentes del entorno.
El viejo se siente inundado por una ola de sentimentalismo senil hacia los preparacionistas, que son los boy scouts de este tiempo incierto y áspero, como él mismo lo fue durante la guerra fría. Hasta el lema del movimiento es idéntico al que impuso Baden Powell: Semper Paratus (siempre listo), que no por casualidad es también el lema de la guardia costera de Estados Unidos. En todas las guerras tiene que haber alguien que cargue con la mochila de la supervivencia, y se sienta orgulloso de hacerlo. Como escribió el otro, pasa una generación y viene otra, pero la tierra es siempre la misma; el sol sale y se pone y vuelve al lugar donde sale de nuevo (Eclesiastés: 1, 4-6).