Gran alboroto en el foro porque don Sánchez nombra a uno de sus ministros como gobernador del bancoespaña, no porque se discuta la competencia del elegido ni porque sea ilegal el nombramiento sino porque lo ha nombrado el dictador extrayéndolo de su cada más cerrado y férreo entorno de confianza. Los elegidos no necesitan carné del partido –tampoco lo tiene el recién nombrado jefe de gabinete-, solo han de ser competentes en la función para las que se le requiere a juicio del jefe, al que no le tiembla el pulso ni se anda en medias tintas si ha de destituir al que dé muestras de torpeza, incompetencia o desafección. Nuestro héroe es de pocas palabras (es un orador mediocre, aunque en esa asignatura está en la media) y acciones repentinas, oportunas e inequívocas.
El presidente del gobierno es la figura más poderosa de nuestro sistema constitucional y opera casi sin contrapeso alguno en su ámbito de competencia. El cesarismo, tan caro a la historia política del país, está ínsito en esta figura y todos los que han ocupado el cargo lo han ejercido de una u otra manera. Pero quizá por primera vez el presidente del gobierno se parece a cómo imaginamos al César histórico (quizá inspirados por los tebeos de Astérix): esbelto, bello, lacónico, seguro de sí mismo, fulminante en sus decisiones, despectivo con sus adversarios, sonriente cuando gana y hierático cuando parece perder, y con una percepción excepcional de lo que es el poder y su ejercicio, que son por naturaleza atributos individuales y solitarios. Toda la ejecutoria de don Sánchez ha sido una enmienda a la penosa imagen que ofreció trotando por un pasillo durante cuarenta y cinco segundos junto al mandamás Joe Biden durante los actos de una reunión internacional. Ahora, su altivo interlocutor de aquel momento es un viejo confundido y en retirada. La famosa resiliencia, que fue la divisa heráldica con la que don Sánchez empezó la carrera política, es la vaina donde lleva enfundada la espada flamígera.
Don Sánchez está ungido por ese atributo que llamamos carisma, un término laxo a fuer de manoseado del que el diccionario rae da dos acepciones que se adaptan al aludido como un guante a la mano: 1) especial capacidad de algunas personas para atraer o fascinar y 2) don gratuito que los dioses conceden a algunas personas en beneficio de la comunidad. A don Sánchez es fácil odiarlo y muy difícil no admirarlo, aunque lo primero se haga a grito pelado y lo segundo permanezca inconfeso en el coleto de cada cual porque a) empequeñece a sus adversarios (¿no se cansan don Feijóo y doña Gamarra de su estéril perseverancia opositora?), b) difumina la talla de sus seguidores (¿quién distingue a sus intercambiables ministros y ministras?) y c) confunde a sus aliados (¿dónde están doña Yolanda Díaz y sus sumandos?). Libra batallas en las que los enemigos son colmados de ventajas (la financiación singular de Cataluña se va a convertir en un arrebuche de dinero para todas las comunidades) y los más fanáticos se han tomado tan en serio la invencibilidad del César que le buscan el talón de Aquiles por donde apunta el dicho popular de la mujer del césar y a ese menester han enviado a un juez para que haga lo que pueda.
El oficio del césar exige autoconfianza, intrepidez y determinación, y autocontrol en las situaciones adversas, que suelen ser las más, cualidades que casi nadie posee en suficiente medida y que producen gran admiración hacia quien las tiene. También exige oídos sordos a la advertencia de los idus de marzo, cuya expectativa otorga a la aventura una no despreciable carga de morbo en esta democracia del espectáculo.