Las nuevas tecnologías de la comunicación poseen una doble funcionalidad inédita en los sistemas primitivos (telégrafo, radio, teléfono alámbrico) en los que nos hemos educado los viejos del lugar y con gran esfuerzo hemos llegado a comprender su funcionamiento, ya obsoleto. Más allá de estas rudimentarias tecnologías, las del siglo XXI tienen a sus usuarios atrapados (localizados) y a merced de cualquier mensaje invasivo que decida el controlador de la red. La novedad, que hemos aprendido estos días, es que los dispositivos móviles llevan consigo la muerte, y no una muerte genérica y difusa, como la que pregonan los conspiranoicos, sino específica y personalizada. Tres mil personas han resultado heridas y algunas muertas por la explosión simultánea de los buscadores inalámbricos que llevan en el bolsillo los miembros de ciertas profesiones y corporaciones.  

Israel  colocó explosivos en más de cinco mil buscas de Hizbullah, pregona un titular de prensa. ¿Colocó, cómo? ¿Es pertinente este verbo que parece exigir cierto trabajo manual? El explosivo, ¿iba aderezado a cada aparato o es el aparato mismo el que se ha convertido en un agente mortal? ¿Llevamos al asesino en el bolsillo? ¿En qué momento este colaborador instrumental que nos acompaña las veinticuatro horas del día se convierte en nuestro verdugo? ¿Y qué ocurre y cómo para que tal cosa suceda? ¿Es una tecnología que podemos encontrar en mediamart?

La operación israelí pretendía liquidar a la élite del pueblo palestino. La historia recoge muchas matanzas de este tipo en las que se intenta borrar del mapa a un pueblo o nación o como quiera llamarse mediante el exterminio de sus clases dirigentes, militares y civiles. Uno de estos episodios que viene a mientes es la matanza que decretó Stalin para liquidar a la clase dirigente de Polonia, asesinada en los bosques de Katyn en 1940. Entonces, la logística y la ejecución de la operación fueron indeciblemente más trabajosas. La ejecuciones se hacían una a una mediante un disparo de pistola en la nuca, lo que recalentaba y encasquillaba las armas e imponía pausas y malhumor en los verdugos, y quién sabe si también estrés postraumático. Todas esas pejigueras están superadas por la tecnología israelí: ni pausas, ni estrés, ni estampidos, ni runrún de vehículos que traen a los vivos y se llevan a los muertos. Solo el impacto de un flash en un telediario, en el que el espectador no sabe si le asalta una noticia, un anuncio comercial o un fragmento de ficción. Ni siquiera tenemos palabras para explicar lo ocurrido: el verbo colocar es demasiado artesanal, muy vintage.

El mensaje de los ejecutores es nítido: los palestinos no tienen derecho, o mejor dicho, no tienen la fuerza de la que surge el derecho para crear un estado en el que sus autoridades, sus funcionarios, sus diplomáticos, sus médicos y enseñantes, no estén en riesgo permanente de que les estalle el móvil en la cara, donde quiera que se encuentren y lo que quiera que hagan. Israel ya había convertido en una rutina la liquidación personalizada de líderes palestinos a través de sus dispositivos móviles, ahora ha demostrado que puede hacerlo de un golpe con la totalidad del aparato estatal palestino, presente y futuro, esté donde esté. El genocidio de Gaza aún tiene maneras de guerra antigua, de asalto y destrucción de un gueto, pero lo ocurrido ayer en Líbano demuestra que estamos en una fase superior destinada a borrar del mapa para siempre la identidad palestina.

En el documental This is Not a Movie (2019), dedicado la carrera profesional del insobornable reportero británico Robert Fisk, este y el equipo que le acompaña visitan una colonia israelí de Cisjordania de la que han sido expulsados los palestinos, y entrevistan a un judío procedente de Sudáfrica que se declara sionista y tiene en la colonia lo que podríamos llamar su segunda residencia, el cual comenta soñadoramente: los palestinos son cosa del siglo XX. Con semejante sentencia, lo que debería asombrarnos es por qué siguen vivos aún.