La decadencia o/y el derrumbe o/y la destrucción de la civilización occidental es un tópico de conversación que se agita cuando se registran perturbaciones en la fuerza, como diría el maestro Yoda. El tema es de larga data si se considera La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (1918), como el inicio de esta saga de lamentos, que coincidió en fecha y no por casualidad con la promulgación de la doctrina Wilson, la cual desabrochó el corsé de las naciones europeas que formaban los imperios enfrentados en la primera guerra (1914-1918). La doctrina Wilson alude a los países europeos, que se habían martirizado unos a otros en las embarradas trincheras del Marne y deja fuera de su consideración a los países de otros continentes por entonces colonias de los imperios europeos. Pero la historia siguió y después de la segunda guerra (1939-1945) los países morenos se independizaron de las metrópolis de piel blanca.
Entonces empezó un juego conceptual destinado a definir el nuevo escenario y la situación en él de los actores recién incorporados al concierto. Primero, utilizamos el despectivo término de tercer mundo; luego, concedimos que eran países en vías de desarrollo, y ahora, cuando hemos salido de la trampa del fin de la historia, urdida por el doctor Fukuyama a la caída (esta sí, de verdad) del muro de Berlín, llamamos a esta bruma que nos rodea como Sur global, donde, ay, nadie quiere a los occidentales. Un ejemplo de ahora mismo y una daga en nuestro corazoncito: México no invita a nuestro amado rey Felipe VI a la toma de posesión de la presidenta de la república, Claudia Sheinbaum y en consecuencia, España no estará representada en la tan fausta ocasión de una nación hermana, y todo porque el rey desoyó el requerimiento del anterior presidente para que pidiera perdón a los indígenas (cholos, en el habla local) por las maldades que les infligió el imperio español doscientos catorce años después de la independencia de México y dos revoluciones posteriores que los indígenas perdieron contra la clase criolla dominante a la que pertenece la señora Sheinbaum. Si este desaire a la monarquía es un guiño a los republicanos españoles, díganlo más claro porque aquí estamos a otras. Pero no nos distraigamos con quisicosas domésticas porque el ocaso de Occidente (un pleonasmo) es global, como corresponde a este tiempo.
Estos días, el escribidor ha estado fajado a dos libros dedicados al tema –El laberinto de los extraviados, de Amin Malouf y La derrota de Occidente, de Emmanuel Todd-, cuya lectura le ha sido inducida o sugerida por dos vejetes, como es él mismo: la periodista Maruja Torres y el amigo Iaccopus. Malouf y Todd tienen la misma edad, año arriba o abajo, que sus lectores. Diríase que hay en los viejos una cierta satisfacción en creer que su (nuestro) inexorable declive personal es correlativo al de la civilización en la que hemos vivido por aquello de ¡muera Sansón y los filisteos!, que se lee en Jueces, 16.30. Al grano.
Amin Malouf es un divulgador de prosa clara y espíritu componedor que, en la mera descripción de los hechos históricos a vista de pájaro, encuentra posibles contactos y analogías entre las naciones, que podrían evitar un choque de civilizaciones en el que él mismo preferiría no creer. El subtítulo de su libro –Occidente y sus adversarios– ya indica que en algún momento y en ciertas condiciones podrían dejar de ser adversarios. Su condición de libanés de nacimiento y francés de adopción le lleva a una visión de los extremos y a la vez a la necesidad de evitarlos, basada en una razón cosmopolita que encuentra más similitudes que diferencias entre los diversos argumentos que explican la historia. El cosmopolitismo es, sin embargo, un valor en retroceso cuando medran los nacionalismos de uno u otro tipo. El cosmopolitismo es un concepto occidental y, en la perspectiva del Sur global, la envoltura de la dominación colonial. Mal asunto.
Emmanuel Todd es más contundente y resolutivo. De hecho, da un plazo para el fin de Occidente: cinco años, el tiempo máximo estimado por él para que Estados Unidos y la OTAN sean derrotados por Rusia en Ucrania. Todd es un académico –historiador, antropólogo y demógrafo- de larga carrera y copiosa bibliografía, que anuncia que este libro será el último. Su argumento contrapone a una sociedad estable, la rusa, y un conjunto de sociedades occidentales entregadas al nihilismo, que les lleva a cometer chifladuras, cuando no auténticos crímenes, como alentar y ayudar a los ucranianos a resistir a la invasión de Vladimir Putin, del que hace culpable a Estados Unidos y a sus tronados aliados europeos. No hay duda de que el relato de este autor conecta con la percepción de una parte, probablemente mayoritaria, de la opinión europea, la cual se pregunta a dónde nos lleva la participación en la guerra de Ucrania. Las limitaciones y trampas de las democracias liberales están a la vista de todos, pero la argumentación del autor, aparte de que está basada en teorías antropológicas y demográficas inalcanzables para lector lego, como la estructura familiar de las sociedades, la tasa de natalidad o la pérdida de la religión (legalización del matrimonio igualitario y movimiento lgtbi) en las naciones occidentales, resultan intrigantes porque parecen un eco de los postulados de hazte oír o de abogados cristianos, lo cual tampoco debería extrañarnos porque desde su origen la noción del declive de Occidente brota del pensamiento conservador o reaccionario y es correlativo a la escora de las sociedades hacia la derecha. Un signo de estos tiempos confusos.