Los esforzados lectores sabrán disculpar esta muestra de coprolalia que en ocasiones afecta al habla de los desenfadados vejetes y que este deslenguado escuchó cuando era bachiller de boca de un tal don Rodríguez Cerqueiro, a la sazón profesor de formación del espíritu nacional, y le ha venido a mientes ahora, ante las imágenes del rey, hoy emérito, baboseando a la vedete: el tema de conversación pública de estos días. La alusión a la estacha es pertinente porque el amante es también un avezado marino, así que debe saber qué tejido tira más.

Estas imágenes, que podrían declararse patrimonio nacional por la mucha pasta que su ocultación ha costado al erario público y por su significación en la deriva histórica del país,  vuelven de nuevo a presentarse en sociedad como un gas mefítico cuya explotación engorda la bolsa del o de la chantajista. Y lo hacen en el momento en que el aludido promete un libro de memorias porque siente que le roban el relato de su propia historia. Bien podemos imaginar al Rey y a la Rey (la parienta, en el creativo nombre en clave que le pusieron los agentes del servicio secreto cuando protegían sus reales encuentros) esgrimiendo sus relatos enfrentados y despellejándose mutuamente en Sálvame o en cualquier otro circo televisivo. La monarquía es básicamente un espectáculo y mejor presentarla en crudo, sin cortes ni edición posterior.

La publicidad de las dichosas fotos ha coincidido en el tiempo con la emisión de un documental de David Trueba que intenta desentrañar el papel de doña Sofía de Grecialas luces y las sombras, como suele decirse- en el sindiós familiar. A este empeño esclarecedor aportan sus opiniones periodistas y observadores de vitola, pero a la postre el impecable trabajo informativo deja un regusto melancólico, como de quien porfía en busca de una persona justa que salve al corrompido reino (Génesis, 18.23-33). Pero es ley que después del fuego purificador -la abdicación a la fuerza, en este caso- se  imponga la virtud y si el viejo rey actuó como una mezcla de cardenal romano del Renacimiento y de pirata berberisco, su heredero don Felipe comparece con su familia como un calvinista: padre, madre e hijas, hieráticos e impasibles, sin más concesión a la cordialidad que la tímida e insegura sonrisa de doña Leonor, la heredera del trono, a quien dios guarde del mal trago de ser rescatada por el servicio secreto de algún trance inconfesable, a los que tan propensos son los Borbones.

La monarquía es el negocio de los reyes y sus parentelas, y en eso lamento disentir de mi admirado don Javier Pérez-Royo, catedrático de derecho constitucional y publicista, quien en cierto artículo de opinión postuló que la corona no es una propiedad privada de la familia real. Este negocio familiar descansa en dos pilares: uno) la conexión sentimental de los royals con la sociedad, voluntariamente despojada a este efecto de su condición de sujeto político y convertida en mero pueblo expectante y receptor agradecido de las emociones que dispensa la vida de estos ungidos por dios y la historia, y dos) la incapacidad de esa misma sociedad para constituirse en república sin destruir su cohesión interna.  

Epílogo: Don Rodríguez Cerqueiro, aquel insigne maestro de civismo, quizá inspirado por un típico antimonarquismo falangista, anunció también un día en clase: el próximo siglo solo habrá cinco testas coronadas en Europa: la reina de Inglaterra y los cuatro reyes de la baraja. Ya ven que hasta los más sabios se equivocan; a menos que la alusión a los reyes de la baraja fuera un mensaje encriptado. Por aquella época era costumbre leer entre líneas.