El mismo día dos acreditados columnistas de prensa –Javier Melero y Elisa Beni-, expertos ambos en información de tribunales, glosan en su comentario al antiguo magistrado y actual abogado en ejercicio don José Antonio Choclán del que resaltan su alta competencia en el trance de negociar con el fiscal arreglos penales para sus defendidos. Viene a cuento esta referencia porque el togado don Choclán ha conseguido librar de la prisión provisional a su cliente, un tal don Aldama, un presunto y típico inductor de corruptelas de políticos que son una especie congénita a la democracia española. Don Aldama se ha librado de los fierros de la cárcel por el procedimiento, pactado por su abogado con el fiscal, de asperjar acusaciones de corrupción sobre la mitad de los ministros del gobierno, incluido el presidente, la pieza mayor de esta cacería. La declaración de don Aldama no pasó de ser una sarta de insinuaciones a la espera de prueba documental pero dio pábulo, que es de lo que se trata, a la infantería político-mediática para insistir en la murga en la que están empeñados desde que don Sánchez ganó la poltrona de la presidencia.
Los cronistas Melero y Beni adoptan perspectivas distintas del asunto en sus comentarios. El primero pone el foco sobre lo fácil y provechoso que resulta la delación en estos procesos en que la suerte de varios presuntos implicados depende de la confesión de un imputado que ocupa un lugar menor en la cadena delictiva; es la clase de táctica procesal que se instauró para combatir a grupos mafiosos y/o terroristas pero que también sirve para emplumar de facto o de jure al gobierno de la nación. A doña Beni el caso le sirve para reforzar su prédica de que la justicia sigue por su recto camino sin contaminación política alguna, santalucía le conserve la vista.
Lo cierto es que la declaración ante el juez que sirvió a don Aldama para salir del trullo no contenía ninguna prueba de las corruptelas ministeriales a las que había aludido; el juez, pues, debió fiarse de la credibilidad del pacto acordado por el fiscal y el abogado a la espera de que las pruebas llegaran de algún modo. Ante esta decisión sobre el vacío, los dos cronistas apuestan a favor de la reputación del abogado don Choclán, que no la habría puesto en juego de no saber con seguridad que su cliente tenía esas pruebas. Diríase, sin embargo, que la reputación de un abogado no concierne más que a su cliente, y en este caso ha cumplido con creces el encargo de sacarle de la cárcel, luego ya se verá porque esto va para muy, muy largo.
Las pruebas, llamémoslas así, llegaron por fin, más de dos semanas después, en forma de un mazo de folios, cuyo contenido se filtró de inmediato –las filtraciones son la pólvora, mojada o no, de estos procesos explosivos- sin que los así llamados papeles de Aldama demostraran nada relevante; el gobierno, al menos, no pareció muy impresionado. El interfecto se guardó para otra ocasión el volcado de su móvil y al tribunal no pareció importarle; en esto el delator de la corrupción gubernamental ha tenido más suerte que el fiscal general del estado, al que le han registrado hasta el forro de los pantalones del fondo de armario.
En este cenagal que discurre por entre los intersticios del derecho procesal, ¿en qué queda la reputación de los intervinientes?, ¿cómo debe ser entendida más allá de la competencia y habilidad en el desempeño del oficio? Días atrás (esta historia discurre aceleradamente) apareció publicada la noticia de que un tal don Lobato, entonces preboste del pesoe madrileño, que ya ha dejado de serlo, había acreditado ante notario la recepción de ciertos mensajes referidos a la causa contra el fiscal general del estado. Lo hizo, dijo, para protegerse en la hipotética circunstancia de que una investigación del caso le alcanzara. Bien, teniendo en cuenta que las gestiones ante notario son el acto público más privado que pueda imaginarse, ¿por qué filtró a la prensa esta cautela? ¿o la filtró el notario? Vivimos un tiempo de reputaciones manchadas e inciertas. La calle está tan embarrada que el paso descuidado de un zascandil en patinete puede echar a perder la toga con el que laboriosamente cubres tus vergüenzas.