Gran alboroto en Europa porque no ha sido invitada a la mesa de la anunciada reedición del Pacto de Múnich (1938) aplicado a Ucrania, que firmará en Arabia Saudí el dueto imperial de don Trump y don Putin en cuanto cierren los detalles del acuerdo. A grandes rasgos el resultado es conocido: entrega al dominio ruso del territorio conquistado por las armas y desmilitarización del resto de Ucrania, que quedaría como una zona franca para el comercio entre oriente y occidente. Un lugar estupendo para que el capital de ambas partes haga inversiones y negocios, y, como dirían en Casablanca, sea el principio de una hermosa amistad entre adversarios irredentos.

En términos de continuidad histórica, el acuerdo significaría un desplazamiento de la frontera de la guerra fría del Elba al Dniéper, unos mil quinientos kilómetros hacia el este, y tan contentos. Don Putin se libera de la carga de una guerra que por más que lo disimule le tiene agobiado y puede presentar un relato según el cual recupera territorio ruso usurpado por Ucrania aunque deba dejar en manos de la mancomunidad polaco-lituana la parte occidental del país; en fin, lo de siempre. A su turno, don Trump se libera de compromisos con esa vieja gorrona en que se ha convertido Europa para desplazar recursos a la guerra del futuro, que tendrá lugar en el Indopacífico.

Decaído definitivamente por desgaste de materiales el mundo liberal y abierto de Bretton Woods (cada época tiene su cuento), volvemos a la diplomacia de las zonas de influencia, típica de los imperios, clara e inequívoca, y basada en dos principios: uno, concentración de los recursos políticos, económicos y militares en un solo poder incontestable y ejecutivo, y dos, trazado sobre el mapa de los límites de las respectivas zonas de influencia que quedan definidas por muros y alambradas. Cualquier cuestionamiento del poder imperial y de sus límites geoestratégicos es casus belli y será respondido con puño de hierro. A freír espárragos la autodeterminación de las naciones, el derecho de gentes, el respeto a las fronteras acordadas, los acuerdos multilaterales y los organismos internacionales de regulación y mediación.

En este empeño, don Putin hizo los deberes antes, anonadado por los efectos de la verbena woke que vino tras el derribo del muro de Berlín, y puso orden en el país, metió en cintura a los disidentes, simplificó la moral pública, disciplinó a sus oligarcas financieros, militarizó la economía y buscó aliados en países donde el discurso liberal suena a chino, literalmente. Don Trump tardó un poco más, debido a la inopia del periodo Biden, pero en un plisplás ha cogido comba y ya está en ruta, y a qué velocidad.

Europa está en un ay porque se ve ninguneada en el momento crítico del cambio de rasante. Pero, ¿por qué habría de estar presente en la toma de decisiones? ¿Qué aportaría a un conflicto militar si carece de armas tanto para prolongarlo como para ponerle fin? De hecho, si las cosas discurren como prevén Putin y Trump, Europa quedaría como un rehén de la situación pactada. Un factor de seguridad para la solidez del acuerdo. Para Putin, la indefensión del continente es una garantía de paz porque las amenazas contra Rusia han venido siempre del rabo occidental euroasiático: Francia y Alemania, para decirlo con nombres propios, precisamente los fundadores del actual sindicato europeo. Para Trump, este proyecto es una oportunidad para dividir a los europeos y mantenerlos por defecto en su órbita como fieles clientes de su poder militar, sabiendo ambos ogros que en esta carrera Europa nunca será rival para ninguno de los dos. Rebobinemos.

Europa se destruyó a sí misma en la primera mitad del siglo XX. Fue un suicidio buscado, concienzudo y apocalíptico en sus efectos. En términos clínicos, Europa ha permanecido bajo vigilancia exterior en cuidados intensivos durante ochenta años. La sedación impuesta por los dos imperios ocupantes le ha otorgado un largo, plácido y excepcional periodo de paz y bienestar, lo que produce desorientación al despertar de la terapia del sueño. Europa, decimos, para definir un mercado común, una agregación de naciones de distinto peso e identidad que nunca se llevaron bien entre sí desde que hay memoria, y una burocracia descomunal que mantiene hilvanadas las innumerables piezas del tinglado. Convertir este laborioso constructo en una entidad soberana es un problema cuya dificultad no se le oculta a nadie. No hay referentes históricos que sean comunes a las naciones asociadas, ni una ideología compartida, ni un liderazgo reconocible y aceptado. Para enredarlo más, vuelven a estar presentes en la cancha política las fuerzas divisorias que impulsaron la destrucción de Europa hace un siglo, esta vez apoyadas al unísono por Washington y Moscú.

La iniciativa unificadora que está ahora mismo sobre la mesa es la consecución de una defensa común europea. La guerra tiene la virtud de simplificar los argumentos y concentrar el debate. La industria militar aparece como la columna vertebral del despegue económico y político en los celebrados informes Draghi y Letta, alrededor de lo cual podría decirse que hay un cierto consenso aunque no se formule en voz muy alta porque una defensa común necesita un enemigo común y no es fácil encontrarlo. Don Putin parecía un buen candidato para este rol pero ¿qué hacer si el presunto aliado es don Trump? ¿Necesitamos una fuerza militar europea para liberar Ucrania o para defender Groenlandia? ¿En cuántos frentes estamos en guerra?

Oigaa ¿es ahí el enemigoo? Es que nos ha despertado de la siesta un zambombazo y no sabemos hacia dónde disparar.