En una era precientífica, los símbolos que representaban la majestad estaban tomados de la naturaleza. Los blasones de reyes y nobles se ilustraban con águilas y leones, representaciones de predadores en lo alto de la pirámide trófica. Los titulares de estos logotipos pretendían hacer ver que su poder derivaba de la fuerza de la naturaleza, de la que eran herederos. Como este no es un comentario sobre heráldica, nos saltaremos los pasos intermedios para llegar a la era industrial en que los símbolos del poder sufren dos mutaciones significativas: una, dejan de pertenecer a un individuo, a una familia o a un linaje y se convierten en emblemas colectivos, y dos, las imágenes representativas del poder son herramientas utilitarias, susceptibles de un uso punitivo, que simbolizan alguna particular versión del la justicia histórica: la hoz y el martillo, el yugo y las flechas, el hacha y el haz de lictores. En estos emblemas propios de la edad de las masas y de los totalitarismos, el poder ya no viene de dios ni de la naturaleza sino de la fuerza abstracta e inapelable del colectivo, ya sea la clase, la nación o, para resumir, el partido, y su representación es un objeto cortante, de doble uso, que tanto sirve para cultivar el entorno natural del ser humano como para cortar el cuello del otro ser humano que se opone a tu designio.
Estos símbolos cortantes han estado vigentes hasta anteayer, en que una mezcla de espanto por el horror que representaron y de esperanza de haberlos superado hizo que la esfera simbólica a través de la cual interpretamos la realidad fuera infinitamente variada y creativa, a la vez que inocua y efímera, oficio de diseñadores gráficos empeñados en hacer la vida más distraída. Todo parecía ir de la mejor manera posible en este mundo de colorines hasta que, en una mutación inesperada, ha aparecido la motosierra como símbolo del mundo que nos espera. Apareció, como se sabe, en la mano del presidente argentino don Milei, que la blandía como argumento de autoridad durante su exitosa campaña electoral. Vuelven, pues, los objetos cortantes.
La primera asociación de ideas que traía esta imagen era con La matanza de de Texas, peli de terror de 1974 en la que un psicópata asesino armado con esta herramienta recorre los campos de maíz persiguiendo a sus víctimas. ¿Quién puede votar a un tipo que se ofrece a dirigir los actos de tu vida armado con una motosierra? ¿No se te ha ocurrido pensar, como al poeta John Donne, por quién doblan las campanas o, en ese caso, por quién ruge la motosierra? ¿Qué te hacer creer que una herramienta creada para la tala de árboles no talará tu sueldo, tu pensión, tu vivienda y los demás palos del sombrajo bajo el que intentas cubrirte de las inclemencias de la historia? La motosierra proyecta una luz cegadora sobre la existencia de un público, puede que mayoritario, impregnado de nihilismo y, por qué no, de masoquismo. ¿De dónde han salido tantos terraplanistas?
La motosierra es una herramienta analógica en el límite con lo digital. No necesita fuerza humana para operar (de hecho puede rebelarse contra su operador y segarle una pierna, como la inteligencia artificial) y su misión es derogatoria del paisaje. Si empuñas una hachuela, los vecinos te ven como un jubilado que va a podar el ciruelo de su jardín, pero con una motosierra en la mano no hay equívoco posible: vas a cargarte la Amazonía o el sistema de pensiones. Este es el sentido de la liturgia de salutación celebrada entre el loco Milei y el loco Musk en la que el primero ha hecho entrega al segundo de la motosierra ceremonial, en el marco del gran concilio anual del neofascismo estadounidense al que han concurrido invitados de todo occidente.
La escena es inevitablemente televisiva: dos adolescentes malotes –gafas oscuras, pelambre alborotada, gorra de béisbol y grandes aspavientos- juguetean con un arma temible en la salita de estar de la familia burguesa y a los espectadores les agita un temblor nervioso, que no saben si resolver mediante la risa o el espanto. Si lo primero, quiere decir que el espectador confía en los oficiantes: el arma no se dirige a él porque está destinada a otros, a los que no forman parte de la religión podadora, a los torpes y necios que no han entendido el mensaje evangélico de la motosierra; pero si el espectador se deja llevar por el espanto revela que es un desafecto y potencial adversario del nuevo orden.
La motosierra en manos de los dos malotes describe arabescos y piruetas en el aire y el filo dentado pasa a pocos centímetros de una niña, la hija de Musk, que el plutócrata lleva consigo en los actos públicos, como los piratas del Caribe llevaban un loro o un mico al hombro. En ese momento, el espectador desea que la sierra degüelle a la mascota y la sangre inocente le libere de la pesadilla que se avecina en un supremo acto de justicia histórica. Lo piensa y, al ser consciente de este pensamiento, se descubre a sí mismo como un bárbaro de la misma catadura que Milei y Musk, y queda paralizado por la perplejidad, no solo por verse a sí mismo como una bestia sino por el hecho obvio de que él no posee una motosierra. ¿No es este el resumen del estado de ánimo de Europa: perpleja y desarmada?